OCIO TRABAJADO

Elogio de la rutina

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Un hombre de edad realiza ejercicios de elongación en Pekín antes de iniciar su rutina deportiva. Foto: ARCHIVO

 

Estanislao Giménez Corte

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I

La rutina no debería ser considerada necesariamente una mala cosa: puede tratarse de una bella terquedad, de una inconfesable manía propia y secreta, de una compulsión a la reiteración en tiempo, forma y método de pequeñas acciones que nos dan una suerte de calma o equilibrio. La ejecución obsesiva de una conducta que vemos en nosotros mismos con candor y una dosis de humor. Sucede que casi siempre a ésta se la asocia con un amplio abanico de costados negativos y de cosa enferma: del espanto de lo monótono, de lo acostumbrado, de lo monocorde; de todo aquello que vemos desesperadamente igual a sí mismo, que interrogamos con ojos encendidos en un rostro detenido en una mueca siniestra.

La rutina como negación del cambio posible, como término opuesto a todos los otros que nombran la adrenalina de eventuales descubrimientos o de cosas novedosas, claramente nos coloca dentro el enorme séquito de seres que rechazamos su aspecto de cosa plana, grisácea, lenta, morosa, insípida, que no distingue días ni ánimos y que sólo permanece. Pero la rutina puede ser una gran cosa en tanto costumbre, en tanto tarea persistente, continua, consecutiva. Y en tanto cualquier actividad demanda, si es nuestro deseo conocer mínimamente sus mecánicas y desarrollar algunas eventuales destrezas, una cierta obsesión permanente; igual que el toro sangrante, nos lleva una y otra vez a ser vencidos por los banderilleros.

II

Es posible que todos tengamos nuestras permanentes manías. Pero muchas prácticas las exigen: el deporte, las artes, los juegos; las lecturas, la conversación con amigos, el amor físico, la contemplación de la luna, los horarios en que comemos, los horarios en que dormimos, los programas de televisión, la hora del café y demás conforman un entreverado organigrama de cosas que hacemos, sin más, rutinariamente. Si bien lo vemos, nuestras vidas están regidas por decenas de actos mecánicos que grandilocuentemente podemos llamar “un sistema”: es, claro, un sistema de rutinas muy bien establecidas pero que no necesariamente son dolorosas. Podríamos dividirlas, entonces, en rutinas placenteras y pesadillescas. Muchas veces hay que atravesar las segundas para poder llegar a las primeras. Pero ello no nos salva de incluir una tercera categoría: aquellas rutinas que nos demandan un esfuerzo cotidiano pero sobre las que depositamos cierto entusiasmo, justamente porque en un futuro mediato pueden depararnos un movimiento, es decir, corrernos de la rutina que nos llevó hasta allí. El pretendido pensamiento contrasistema (si es que tal cosa existe) invita a las gentes a huir de las rutinas como de la peste. Está bien, en la medida en que esas rutinas no sean satisfactorias para las personas. Hay cientos de rutinas acordes al interés de alguien que favorece su desarrollo. En el plano de lo laboral/vocacional, si estas variables están en sintonía -y muchas veces no lo están- podemos estar convencidos de que la rutina (y digo por ello no el aburrimiento sino la organización) juegan un rol de extraordinaria importancia. Los artistas han creado el mito del autor inspirado, la epopeya de alguien cuyos méritos trascienden los límites terrestres y que se deben a luces que descienden sobre él, aleatoriamente. Pero cualquier persona más o menos enterada testimoniará en contrario: el artista en general, ya que no considera su tarea un trabajo que cubre un horario, entiende mejor que nadie que todos los días, con mayor o menor ímpetu, sensibilidad o suerte, se abandonará a sus rutinas. La distinción puede ser, entonces, entre rutinas que “debemos” atravesar y que odiamos, y aquellas cosas que hacemos permanentemente como una costumbre gozosa de la existencia, que repetimos porque ello supone un avance de conocimiento o de facultad.

III

Todos nos manifestamos, todo el tiempo, hartos de la rutina. Pero ese problema es más del ámbito en el que esa persona vive o trabaja en el día a día que de su repetición. Por otro lado, ¿no es acaso la salida de una rutina la entrada en otra? Aun fuera del mundo laboral y de las obligaciones, ¿no desarrollamos, inclusive en las vacaciones, estas pequeñas reiteraciones que por acumulación nos terminarían cansando? Posiblemente con la madurez elaboramos un equilibrio que está basado en parte en estas rutinas, unas acciones que se van profundizando oceánicamente y que, en la vejez, rozan los bordes de la locura. Quizás aquello que es un gesto encantador en la juventud (una rutina rebelde, graciosa, seductora) en la vejez se transforma en una insoportable caricatura. De jóvenes, la rutina es el antónimo de la existencia; de viejos, sin estas pequeñas seguridades a las que nos aferramos cada vez más, nos daría terror el exterior y la ciudad, tan proclive a incluir cosas accidentales o azarosas en medio de los férreos circuitos que encuadran la vida.