Cuatro joyas del cine

El verano es un buen momento para volver a los clásicos del cine. Aquí van cuatro sugerencias de películas imperecederas de grandes directores, que siempre están presentes para ser redescubiertas.

TEXTOS. JUAN IGNACIO NOVAK ([email protected]).

Lo afirmó una vez Raymond Chandler: “Dentro de sus marcos de referencia, que es la única forma en que se lo puede juzgar, un clásico es una obra que agota las posibilidades de su forma y jamás puede ser superado”. Y aunque se refería en realidad a la literatura policial, sus palabras son aplicables a otras disciplinas artísticas, también al cine: los clásicos son obras que a pesar del tiempo transcurrido no pierden vigencia: pueden ser revisados y analizados desde distintas aristas, en cualquier momento, aunque hayan pasado muchísimos años desde su aparición.

La llegada de la temporada estival aparece como un buen momento para navegar otra vez por algunos clásicos del cine. Van aquí cuatro recomendaciones: si las vio, es una buena oportunidad para hacerlo de nuevo. Caso contrario, no se las pierda.

“La sombra de una duda”

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El propio Alfred Hitchcock admitió ante Francois Truffaut (así se cita en el libro “El cine según Hitchcock”) que la película que prefería dentro de su propia producción era “La sombra de una duda”, que fue rodada en 1943. Es notorio que el director de obras maestras como “La ventana indiscreta” (1954), “Vértigo” (1958), “Intriga internacional” (1959) y “Psicosis” (1960) haya declarado esta preferencia por un trabajo en apariencia menor sobre las crecientes sospechas de una joven (Teresa Wright) respecto de su tío Charlie (Joseph Cotten), un seductor asesino que se oculta en un pequeño pueblo ante el acecho de la policía. Pero es fácil de explicar: aquí “Hitch” exprime toda la sabiduría adquirida al calor de la génesis del cine como disciplina artística, al servicio de un estimulante ejercicio de suspenso.

Si hay un aspecto para resaltar de este filme es la creatividad y sutileza del cineasta británico para dotar a la historia de una atmósfera opresiva centrada en el pausado pero firme descubrimiento por parte de la protagonista de la verdadera y siniestra personalidad de su tío, que apenas logra controlar sus impulsos a ciertos estímulos. El espectador, que descubre los distintos eslabones de la intriga al mismo tiempo que la muchacha, asiste con ansiedad frente a cada escena y, en un estimulante juego que alcanzaría su culminación en “Psicosis”, cambia a cada momento sus simpatías de un personaje a otro.

Con una impecable y sugestiva interpretación de Joseph Cotten, eminente actor en general subvalorado, “La sombra de una duda” resiste el embate del tiempo y se erige como una obra de arte que admite múltiples lecturas y que es de revisión obligada para cualquier cinéfilo que se precie. No hay muchos filmes que merezcan este adjetivo, pero es imprescindible.

“Un tiro en la noche”

Siempre las listas son un riesgo, un corsé demasiado ajustado. Pero si hubiera que hacer una nómina de, por caso, los diez mejores cineastas de la historia sería imposible eludir a John Ford. Su nombre quedó, tal vez injustamente, asociado a la historia del western. Pero sus obras profundas, dotadas de un lirismo y una riqueza absolutas, trascienden completamente los límites del género.

Su obra más gravitante es “Más corazón que odio” (1956) donde John Wayne realiza su mejor trabajo al componer al rudo y racista Ethan Edwards, que sólo logra redimirse en el epílogo de la larga búsqueda que da lugar al título original del film: “The Searchers”. Pero la más bella de sus obras, casi un canto de cisne, probablemente sea “Un tiro en la noche” (1962) protagonizada (¿Cómo no?) por Wayne, acompañado por James Stewart y Lee Marvin.

Compleja, triste, conmovedora, la película es una mirada nostálgica y amarga sobre el final de una era: la del artificioso Lejano Oeste como tierra de nadie, donde el instinto prevalece ante las leyes y los códigos. Y es también una reflexión acerca de la inevitable desaparición del pistolero (aquel cuya iconografía precisamente alimentó Wayne) para dar lugar al colono apegado a las leyes y a las reglas de vida en sociedad. Dicotomía que se ve con nitidez al oponer al personaje que, en esta historia, encarnan Lee Marvin y James Stewart, el primero un indómito pistolero y el segundo un abogado idealista.

En este sentido, una de las secuencias finales de la película es especialmente significativa, aunque desoladora: el personaje que interpreta Wayne (igual que el misterioso “Shane” que encarna Alan Ladd , abre la chance al futuro, que es el progreso, con su “tiro en la noche”, pero convencido de que no formará parte activa de ese futuro. Lo que lo lleva a un sacrificio hasta entonces nunca esbozado con tanta precisión en un personaje fordiano.

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“Los imperdonables”

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Con mirada recia, andar displicente, casi nula paciencia, ni un resquicio de piedad y habilidad suprema para desenfundar y disparar sin prolegómenos, Clint Eastwood consolidó desde los primeros años de la década del ‘60 la imagen del cowboy puro y duro, en la línea de John Wayne pero mucho más exagerado, con escasos y primitivos códigos morales al momento de matar. “Por un puñado de dólares”, “Por unos dólares más”, “El bueno, el malo y el feo”, “El jinete pálido”, “Infierno de cobardes”, “El fugitivo Josey Wales” e inclusive “Harry el sucio” contribuyeron a esta iconografía.

Pero en los ‘90 algo cambió. Desde hacía años circulaba por Hollywood un guión de David Webb Peoples, que nadie se había decidido a llevar a la práctica. Era una historia crepuscular y poco esperanzadora de un desencantado y veterano pistolero convertido en granjero que se ve obligado a aceptar un último trabajo: matar a dos cowboys que han acuchillado el rostro de una prostituta. Y fue justamente ese año cuando Eastwood decidió rodarlo y así fue que “Los imperdonables” se convirtió en uno de los mejores westerns de la historia, cuya mayor virtud es desmitificar la imagen que él mismo había creado: la tesis que manda, ahora, es que matar a un hombre es algo no solo horrible y complejo, sino una marca que queda de por vida. Incluso en una escena en la que el personaje de Eastwood recuerda (junto a uno de sus viejos cómplices, interpretado por Morgan Freeman) los viejos tiempos, dice “Estaba casi todo el tiempo borracho”. Magnífica.

“El tesoro de Sierra Madre”

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Al seleccionar los nombres de las más grandes estrellas de cine de todos los tiempos, el American Film Institute (AFI) decidió que Humphrey Bogart tenía que estar en la cúspide de la lista. Es que, en un época en que la que el Star System (sistema de estrellas) de Hollywood atravesaba su tiempo dorado, “Boogie” se convirtió en uno de los rostros más icónicos y por tanto demandados para toda clase de películas. Aunque quedó indefectiblemente asociado a los papeles de hombre duro pero sentimental (con su personaje de Rick Blaine en “Casablanca” como construcción apoteótica), la que con toda posibilidad sea su mejor actuación es la que desarrolló para esa obra maestra que adaptó y dirigió John Huston en 1948 y que llevó el atractivo título de “El tesoro de Sierra Madre”.

En esta perfecta radiografía de la codicia, Bogart interpreta a un frustrado vagabundo que se une a otros dos estrafalarios buscavidas para ir en busca de un filón de oro que se esconde en un desolado paraje mexicano. Los matices que logra otorgarle a su personaje son sobrecogedores: desde el desaliento cuando es despreciado por una mujer y el brillo avaricioso en sus ojos en cuanto ve la oportunidad de obtener el tesoro, hasta la expresión desafiante y áspera cuando cree adivinar (en un creciente estado de paranoia) que sus improvisados socios le quieren robar.

Pero el filme, uno de los mejores de su tiempo, no se agota en la brillante actuación de Bogart: la historia es entretenida en la línea de las grandes aventuras, sincera en su desarrollo y con actores secundarios que están a la altura de la circunstancias.