¡A la pileta!

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Ya se trate del piletín o piletón de lona que se arma en el jardín de la casa, o de una pileta “de las de verdad”, enero invita a la zambullida. Si es que uno encuentra un mínimo lugar de agua para tirarse. Agua, va...

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO ([email protected]). DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

 

Las piletas son fantásticas: uno puede refrescarse, jugar, nadar, distenderse, compartir gratos momentos con su familia. Esa frase general tiene más fuerza por nuestros pagos, donde la combinación de calor y humedad nos dejan una constante sensación de agobio que sólo puede ser calmada con líquido: algunos se refrigeran, como ciertos motores sobreexigidos por la fricción, por dentro y con “lubricantes” que no necesariamente responden a la simple fórmula del agua. Pero eso es tema de otra nota.

Aquí nos ocupamos de quienes se refrigeran por fuera. En diciembre, especialmente en enero, todas aquellas personas que no se fueron de vacaciones salen desesperadamente a conseguir una pileta. Recuerdan para ello a amigos con quinta, parientes con quienes se puteaban con enfática saña unos meses atrás. O se toma por fin la decisión de comprar una pileta de lona, algunas de las cuales tienen tamaños monstruosos y requieren de habilidades de alpinismo para trepar hasta ella y meterse por fin en la deseada y fresca agua salvadora...

Antes, las piletas eran un rectángulo (o la forma que fuera) limpio y uno se metía y disfrutaba del agua. Y punto. Pero la sociedad de consumo, entre otros adelantos, ha logrado vulgarizar la idea de saturar y ensuciar, complementar y adjetivar aquello que es puro, límpido, sustantivo. Que el agua sólo sea agua le conviene únicamente a los vendedores de piletas o de insumos químicos para mantenerla limpia. Y vos podés refrescarte igual, pero, caramba, darle de comer también a las jugueterías, a los negocios de variedades, que de golpe te llenan la pileta de boludeces, dicho sea con todo respeto.

Hubo un crecimiento en esta tendencia; no es que de un día para el otro la pileta se tapó de colchonetas, flotadores y tiburones de plástico. Antes nos contentábamos con tirar algo al fondo de la pileta y zambullirnos para buscarlo en el menor tiempo posible. Pero eso, que nos mantenía ocupados y refrescados por horas, tenía un inconveniente constitutivo: era barato, gratis incluso pues con cualquier cosa sumergible (un cascotito, un carozo de durazno incluso) uno se arreglaba. Y eso no puede ser.

Después, tímidamente y con tamaños modestos, aparecieron los baldecitos y con ellos palitas, rastrillos y elementos para la arena, que al ser de plástico, igual metíamos en la democrática pileta de vacaciones. Vamos sumando.

En algún momento, comenzaron a asomarse algunas formas pequeñas de flotadores, alguna pelota inflable y todo el grupo igual entraba y tenía tanto lugar para mojarse como para divertirse improvisando juegos con los nuevos productos.

Pero nunca se contentan con poco estos guachos: no, quieren más, no paran hasta desnaturalizar el objeto acosado. Ahora las piletas ya no son piletas. Son muestrarios de juguetes e inflables de todos los tamaños que no te dejan un centímetro de agua en el cual zambullirte.

Y encima hay tipos que cada año necesitamos más centímetros para poder meter nuestra humanidad (les habla un humanista puro, realmente repleto de humanidad) y ahora necesitás un satélite o un gps para detectar el cambiante centímetro cuadrado libre por el que, en una de esas, con suerte, podés meterte sin chocar contra el cocodrilo inflable, contra la colchoneta verde de dos plazas, contra la tabla de pataleo, contra las pelotas gigantes y contra todos los regalos de la última Navidad y Reyes, muchos de ellos pensados ¡para la pileta! Si a todos esos elementos se suma, como dije, esta versión de Fenoglio, post fiestas, hay algo que sobra en la pileta y trato de demostrarle a todo el mundo, incluso a tu suegro que patalea concentrado, o a tu sobrina que la pasa bomba arriba de la colchoneta que ocupa media pileta, que no soy yo. Juro que no soy yo...