Tribuna de opinión

Je ne suis pas Charlie Hebdo

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por Juan Carlos Alby (*)

Nada justifica la matanza. No hay argumento racional alguno que pueda disculpar el atentado en París contra la revista satírica Charlie Hebdo.

Tampoco se pretende poner en discusión la condición de víctimas de los periodistas salvajemente asesinados en represalia por su trabajo, que resultara profundamente ofensivo a los asesinos y no necesariamente al Islam, cuyos líderes más civilizados y eruditos han repudiado la masacre y se solidarizaron tanto con los allegados a las víctimas como con la sociedad francesa herida.

No obstante, lo sucedido exige una seria reflexión en torno de lo que se entiende como libertad de expresión; y también, sobre los límites del laicismo.

La tendencia incorregible a agrupar bajo categorías rígidas a las distintas posturas humanas ante un acontecimiento como el que nos ocupa, hizo que se polarizaran inmediatamente las opiniones a través de las significativas y maniqueas expresiones “yo soy...” y “yo no soy...”. En el primer caso, se celebran con orgullo los principios de la libertad de prensa, del disenso democrático y de la supuesta neutralidad laicista. En cambio, a los que se atreven a decir “yo no soy...”, se les aplican los infamantes epítetos de fascistas militantes y hasta de reivindicadores del terrorismo.

Cuando se consagran la burla y la denostación al sistema de creencias del otro se está muy lejos de la verdadera libertad de expresión y del ejercicio auténtico de la democracia. Al menos, se está en presencia de una contradicción. La palabra “libertad”, del latín libertas y del griego eleuthería implica una tendencia inequívoca hacia el bien y de ninguna manera admite la posibilidad de una elección entre lo bueno y lo malo, ya que para esto los clásicos tenían otros términos, tales como autexousía, en griego, y libero arbitrium, en latín, lo que para nosotros es lo más cercano al “libre albedrío”.

Pero la “libertad” es infinitamente superior desde el punto de vista cualitativo, ya que sólo existe para hacer el bien. Decir que se es libre para obrar mal o que hay “libertad” para el escarnio y la ridiculización de lo que otro cree, contiene un evidente oxímoron.

El humor no es inocente. La caricatura y la broma son formas de “poner al revés”, para que cause hilaridad, lo que expresado en forma directa constituye una ofensa y agresión frontales. Pero siguen siendo al fin, ofensas. El hecho de que provoquen risa más allá de invitar a un serio cuestionamiento, no las disculpa. Es más, hacen sentir un tonto al que sostiene las creencias cuyos íconos más sagrados han sido puestos en ridículo por la caricatura.

En una sociedad libre pueden ponerse en discusión todas las creencias religiosas hasta sus presupuestos dogmáticos. Pero para esto hay niveles civilizados y admisibles por cualquiera que no sea un fundamentalista ciego. Entre estos niveles podemos señalar el hermenéutico, la historia y fenomenología de las religiones, la filología de los textos sagrados y otros tantos. También, por qué no, a un nivel menos especializado y de mayor alcance popular, el humor sano. Pero jamás la burla.

Resulta inútil tratar de explicar al injuriado que se trató de una broma sin la pretensión de ofender, ya que a la magnitud de la ofensa sólo la puede ponderar el que es ofendido, pero jamás el ofensor. Tampoco se desprende de esto último que haya que entender la reacción desmedida por parte de los que se vieron insultados.

El crecimiento religioso es un indicio empírico que manifiesta la vitalidad intrínseca de lo sagrado. También lo es la tendencia social a las participaciones masivas en ritos considerados de iniciación, tales como el bautismo, el matrimonio y la muerte.

A la par de lo anterior, la admisión del valor del diálogo interreligioso libre de suspicacias e intereses es un indicador promisorio que reconoce, por encima de las interpretaciones singulares del misterio divino, la trascendencia del misterio en sí mismo de lo sagrado. Por otro lado, la violencia religiosa y política así como el gigantismo tecnológico representan las exorbitancias de lo sagrado que, en nuestros días, tienen sus víctimas y sus victimarios, como señala R. Garaudy en Los integrismos (Barcelona, 1993). Bajo el estandarte del laicismo, Francia consagró a la République como una diosa secular bajo cuyos auspicios se bendicen la xenofobia, el racismo y la intolerancia religiosa. Pero lo llamativo y particular de la cultura actual, no sólo de Francia en particular sino de Occidente en general, heredera del impulso desacralizante de la mentalidad del Iluminismo y de sus prótesis marxistas, es que no solamente ha intentado despojar de lo sacro el sentido de la ética, la política, la economía y el desarrollo científico-tecnológico en función de la utilidad y de la racionalidad estratégica al servicio de la voluntad de poder, sino que ha ido aún más lejos tratando de invadir con sus convicciones las fuentes mismas de lo sagrado.

Cuando, al mismo tiempo, se proclama la sacralidad de la vida y del hombre sin tener otro referente objetivo que el hombre mismo y la vida orgánica, como sostiene F. García Bazán, “se ha dejado de reconocer una presencia sagrada intrínseca al sujeto y al mismo tiempo transubjetiva; se proclaman valores vacíos sin sustento propio, porque insensatamente se diluye el valor supremo de lo sagrado en sí mismo y se somete la dignidad humana que ha dejado de ser un don instaurado desde su raíz religiosa y secreta no manipulable, al reconocimiento gratuito del otro” (Aspectos inusuales de lo sagrado, Madrid, 2000).

Sospecho que la masiva identificación en los medios con Charlie Hebdo responde, antes que a lamentarse por el destino injusto y desdichado de sus víctimas, a la adhesión a una ideología fanáticamente laica que exalta los valores republicanos al nivel de una creencia religiosa en desmedro de todas las demás. “La República ha sido agredida”, fueron las expresivas palabras del presidente François Hollande inmediatamente después del atentado, como si se tratase de la profanación del altar de una diosa. Cuán oportuna hubiese resultado esta sentencia cuando los lápices de la revista se encargaban de reducir al absurdo a María, a Cristo, al Profeta o a quien fuese. Porque cuando se pone en riesgo la convivencia pacífica entre los habitantes de una república por el innecesario recurso al desprecio y a la discriminación religiosa se incurre en un fundamentalismo laicista tan condenable como el que alentó a los execrables criminales.

Por otra parte, no identificarse con Charlie, no significa ignorar la barbarie y la intolerancia, como tampoco aprobar el fanatismo ciego de los perpetradores. Significa no estar de acuerdo con una sociedad que al mismo tiempo que se jacta de ser indiferente a Dios, actúa de manera hipócrita queriendo secularizarlo en los ideales de la democracia.

(*) Doctor en Filosofía. Profesor titular de Filosofía

Medieval y Renacentista, FHUC-UNL. Docente e investigador de la Universidad Católica de Santa Fe