Espacio para el psicoanálisis

Devenir hombre

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Un padre sostiene a su hijo para que pueda observar con una lupa una obra del célebre pintor holandés Rembrandt. Foto: Archivo

 

Luciano Lutereau (*)

Es conocida la sentencia de Simone de Beauvoir en El segundo sexo: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Sin embargo, no otra cosa le ocurre al varón. Uno de los prejuicios habituales entre psicoanalistas radica en suponer que la masculinidad es algo evidente, ya dado, mientras que la enseñanza de Lacan pone en cuestión esta idea desde el comienzo.

Si bien Freud afirmaba, en Tres ensayos de teoría sexual, que la niña era como un “pequeño varoncito”, cuyo primer objeto de amor era la madre, la perspectiva lacaniana avanza en sentido contrario: ¡el varoncito es inicialmente una niña! Esto lo demuestra la posición inicial del niño en el complejo de Edipo, en función de la identificación fálica que lo ofrece a la seducción de la madre (en el doble sentido, que localiza a la madre como seductora, pero también al niño en tanto señuelo). En última instancia, por esta vía, el varón encuentra su satisfacción primera en el coqueteo con su imagen, regodeo que hace de su ser una máscara y una trampa para el deseo... la misma que Lacan llamara “mascarada femenina”, en la medida en que también para la mujer se trata de “ser (el) falo”. Identificación con el falo que, para la mujer, trasunta en el darse a ver del que hace gala la industria de los cosméticos (con los efectos des-subjetivantes que puede tener para algunas muchachas) y, en los niños, se refleja en la predicación constante que padecen (“sos hermoso”, “pero qué niño tan lindo”, etc.).

Ahora bien, ¿cómo este niño feminizado deviene hombre? Para dar cuenta de este aspecto es que Lacan desarrolló, en el seminario Las formaciones del inconsciente, un dispositivo que llamó “metáfora paterna”, destinado a poner de manifiesto la incidencia de la castración. La salida del engaño en el ser fálico requiere la eficacia del padre. El padre “se hace preferir” a la madre, sostiene Lacan, con una expresión enigmática, dado que para el sentido común (que es freudiano) el padre es quien viene a prohibir, a instanciar una ley, etc. No obstante, si Lacan utiliza esta fórmula es porque, justamente, apunta a distinguir la regla de la ley. Mientras que las reglas prohíben, la ley causa el deseo. La metáfora paterna tiene el propósito de sancionar el pasaje, en el niño, de “objeto de deseo” a “deseante”. Sin embargo, ¿en qué consiste esta operación del padre?

En principio, resulta curioso que este “hacerse” preferir, vuelve a ubicar al niño ante una escena de seducción. En este sentido es que Lacan recupera el Edipo “invertido”, aunque no se trate de tomar al padre como objeto de deseo sino del encuentro con el deseo del padre, en particular, del deseo del padre por la madre; dicho de otro modo, del padre, en tanto “hombre”, por la madre “en tanto mujer”.

De este modo, el niño se convierte en hombre ante otro hombre; o mejor dicho, queda marcado por la promesa de la hombría. Lacan hace mención a esta cuestión al afirmar que el padre es quien “tiene” aquello que el niño “tiene, pero aún...”, vía por la cual introduce al niño en la perspectiva de la falta fálica (antes que atribuirle un objeto). Este aspecto puede rastrearse en un hábito que, hasta hace unos años, era corriente, dado que era el padre (luego sustituido por el grupo de amigos) quien conducía al joven a “debutar”. El acceso a la mujer, entonces, se realiza a través de otro(s) hombre(s); pero, ¿cuál es la incidencia del deseo de un hombre, y el del padre, en particular, para otro hombre?

En la clase del 21 de enero de 1975 Lacan afirmaba que un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, cuando dicho amor está orientado, es decir, hace de una mujer la causa su deseo. No se trata, entonces, de desear al padre, sino de asumir su deseo con amor. En última instancia, el paso fundamental de la filiación masculina se encuentra en amar el deseo de un hombre, amar el padre por su deseo.

Por lo tanto, padre no es quien prohíbe o impone un orden, sino aquel que se destituye de su potencia en función del deseo y su causa.

(*) Doctor en Filosofía y Magister en Psicoanálisis por la Universidad de Buenos Aires, donde trabaja como docente e investigador. Autor de varios libros, entre ellos “Los usos del juego”, “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante” y “La verdad del amo”.