No hay peor sordo que el que no quiere escuchar

Por Gustavo J. Vittori

Bajo una lluvia torrencial, sin aparato de apoyo logístico, ni colectivos, “viáticos” y choripanes gratuitos, una multitud marchó en la Capital Federal y muchas ciudades del país, con picos expresivos en Mar del Plata, Rosario, Córdoba y Mendoza. Lo hicieron en silencio y de modo pacífico, en homenaje al desaparecido fiscal federal especial Alberto Nisman y en reclamo de la república perdida. En nuestra ciudad, unas 8.000 personas caminaron desde la Legislatura hasta la plaza 25 de Mayo con las mismas consignas.

Como era de esperar, sectores afines al gobierno nacional multiplicaron sus ofensas a través de las redes sociales mientras la marcha se producía. El señor D'Elía, cada día más parecido a un Orco de la saga de Tolkien, reapareció con sus provocaciones. Y el ñoqui estrella de Boudou, Alex Freyre, dejó escapar otra vez su lengua tóxica para agraviar a los manifestantes pasados por agua.

Entre tanto, el senador nacional por Misiones (Frente para la Victoria) Cabral Arrechea sostenía por radio su escandalosa tesis sobre la muerte de Nisman. Dijo suelto de cuerpo -y de cualquier atisbo de responsabilidad- que el fiscal había sido asesinado por su “marido”, Diego Lagomarsino, en un arrebato pasional al encontrarlo con otro hombre en su departamento de la torre Le Parc. Mugre sobre mugre.

Por su parte, la Policía Federal, dependiente del gobierno de la Nación, reducía el número de asistentes a la marcha -que la gente veía en vivo y en directo- a 50.000 personas, cálculo que incrementa dudas y sospechas sobre la idoneidad científica de la fuerza de seguridad que hizo el relevamiento de la escena del crimen en el departamento de Nisman. Esta mañana, el incomprensible jefe de Gabinete sumó su grano de arena al abordar la enorme manifestación pública en términos contables. En suma, no hay peor sordo que el que no quiere escuchar.

El gobierno jamás dará respuesta porque se siente dueño de la verdad, o porque la siente débil y no quiere compulsarla con otras visiones de la compleja realidad. Por una u otra razón nunca aceptó el diálogo, y ahogó cuanto pudo la función del Parlamento. Por eso, también, su pertinaz ataque a los medios de comunicación críticos. Es que allí se dicen y escriben cosas que el gobierno no quiere oír ni leer.

Para Cristina Fernández de Kirchner, el reconocimiento de un error es una muestra de debilidad. Por eso jamás va a reconocerlo. No se trata siquiera de una cuestión ideológica, sino de un caso clínico, un cepo cerebral que le impide corregir desaciertos. El problema es grave porque se transfiere como patología política al sistema institucional y al cuerpo social. Peor aún, en la concepción vertical de este tipo de poder, asumido por sus seguidores como una necesidad y una ventaja (ayer D'Elía dijo textualmente: “El kirchnerismo solo hizo y hará muchas marchas como ésta y más grandes que ésta; con una diferencia, tenemos una sola jefa”), las ideas presidenciales adquieren el formato de dogmas, y las órdenes se ejecutan bajo el execrado principio de la obediencia debida. ¡Vaya paradoja!

Quienes habían dicho que encarnaban la buena nueva del retorno a escena de la política con mayúsculas, reaccionaron furibundos frente a una manifestación cívica sin agresiones ni violencia que, además de saldar desde la sociedad las omitidas condolencias del Estado a la familia de Nisman, tuvo una indudable carga política de carácter republicano.

La reacción del oficialismo fue otra vez el desprecio. “Es gente mayor, de clase media, con antecedentes caceroleros”, minimizaron. Claro, no eran los pibes para la liberación que, junto con la nueva oligarquía nacida al calor de las ventajas concedidas por el gobierno, constituyen su principal soporte político y económico.

¡Qué importa la clase media, si no nos vota! Extraño pensamiento que tira por la ventana a la porción mayor del capital social, económico y cultural acumulado por la Argentina desde la Organización Nacional. Pasado en limpio, significa “éstos sobran”, lo que nos acerca a los dichos de Hebe de Bonafini: “Al enemigo ni agua”, o a su propuesta de sacar a los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación “a patadas en el culo” del Palacio de Tribunales; o a la promoción de juicios “populares” en la Plaza de Mayo, con final de guillotina.

Esa pulsión exterminadora de “los otros”, de “Ellos”, de “los contras”, de los que son diferentes y piensan por sí mismos, revolotea en la mente de viejos montoneros en funciones y de sus más queridos retoños. Como escribió Héctor Ricardo Leis -partícipe de la discusión- en “Un testamento de los años 70”, la guerrilla debatió en su momento el exterminio de 500.000 argentinos para instaurar la patria por ella imaginada. Algo de esa suprema negación del otro, de autosatisfacción grupal, de retorno a las cavernas, de renuncia a la política, de abandono del Estado de derecho -la mayor conquista sociopolítica de la historia- se respira en el ambiente. Por eso la marcha.