OCIO TRABAJADO

Del aburrimiento de lo etéreo

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El actor Bruno Ganz en “Las alas del deseo”, de Wim Wenders.

foto: ARCHIVO.

 

Estanislao Giménez Corte

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A Eduardo

I

Recuerdo muy vívidamente los días en que, desde muy chicos, mis hermanos y yo (seis), íbamos con mis viejos, en bullicioso tropel, al cine. Lo insólito del caso, lo curioso de esas incursiones -que hoy recupero con el ánimo entreverado con el que vemos el pasado- es que mi viejo solía elegir películas imposibles para nuestra edad; obras complejas, de autor preferentemente europeo, larguísimas. Así vimos “Gandhi” (1982, de Attenborough, tres horas de duración) en el cine Roma; “Hermano sol, hermana luna” (de Zeffirelli), en algún momento de la década del 80, y tantas más. En el verano de 1987, en Mar del Plata, fuimos a ver “Las alas del deseo” (de Wim Wenders). Yo, a mis casi 14 años, no entendí absolutamente nada, pero guardo todavía, de aquella primera vez, un vago recuerdo de imágenes aéreas en blanco y negro; de una ciudad (Berlín); de los sobretodos negros de los protagonistas; del modo cariñoso o la actitud piadosa con que éstos se acercaban a la gente y la tocaban. Eso fue, apenas, lo que me quedó de esa noche. Algunos años después, a inicios de los noventa, escuché una hermosa canción de U2 que se llama “Stay (far away, so close)”. El video correspondiente me retrotrajo a la noche marplatense y a las imágenes aéreas y a la ciudad. Supe después que se trataba de la continuación del director a “Las alas...”, llamada, justamente, “Far away, so close” (1993).

Esta semana, tanto después, volví a ver la primera obra. Quisiera, en lo que me queda de texto, tratar de establecer algún vínculo entre el adolescente de 14 y el adulto de 42 frente al mismo estímulo; sugerir unas pocas ideas sobre las hondas cuestiones del ver y del comprender una obra cualquiera; decir algo, al menos una cosa, sobre el renunciamiento, que de eso se trata.

II

Puede decirse que el nudo “filosófico” de la película reside en una pregunta, que se aproxima a ésta: ¿qué es lo que uno -alguien, cualquiera-, en este caso el ángel Damiel (Bruno Ganz, el Hitler de “La caída”), está dispuesto a hacer, digamos, para darle sentido a su existencia?, ¿a qué renunciaríamos?, ¿qué es lo que daríamos a cambio? Damiel, como sabrán algunos, renuncia a las maravillas etéreas de su condición de ángel, a su inmortalidad, y “desciende” a ser un (sólo) humano. Lo hace por amor, claro, pero antes y más por hartazgo y aburrimiento. Las tomas aéreas, que representan la mirada de los ángeles, ingresan a los departamentos de una Berlín de posguerra. Allí las personas meditan y piensan. Allí éstos los escuchan. Los adultos no los ven. Los niños, sí. Damiel y Cassiel (Otto Sander) observan y escuchan a los humanos en todo lo bello y mínimo, en la evidente insignificancia que sin embargo les resulta deliciosa, como quien observa a un pequeño, conmovedor en su fragilidad. En un convertible, en la biblioteca (la Nacional de Berlín), en el tren, los ángeles discuten sobre su propia condición. “A veces me cansa mi existencia espiritual (...) me gustaría sentir un peso en mí”, dice Damiel. Dice: sería bueno poder “excitarse no sólo con la mente, sino, al fin, con una comida, con la línea de un cuello”. En la Berlín pre caída del Muro que ve Wenders casi todo es sepia o gris, menos la perspectiva de los humanos, que se ilumina con colores, en un gesto de cierta candidez para con nuestra condición. Damiel observa todo a su alrededor y recibe especialmente la polifonía de los pensamientos de las personas, que se yuxtaponen como una música. Se diría que envidia la carnadura, el sentido. Dice a su compañero: “Estuve ausente, fuera del mundo, mucho tiempo; déjame entrar aunque sea para sostener una manzana en mi mano”. Es un observador desesperado; quiere la áspera cercanía. Dice: “Mirar no es observar desde arriba, sino estar al mismo nivel”. Ve entonces a Marion (Solveig Dommartin). Recibe el consejo del ángel renunciante Peter Falk (el reconocido Columbo), que celebra a sus anchas el sabor del café y del tabaco. “No puedo verte pero sé que estás aquí”, le dice. Finalmente, Damiel desciende y, una vez humano, va aprendiendo el dinero, el color, el gusto. Halla a Marion, que le dice: “Anoche soñé con un extraño... yo sé que eres tú”.

III

Los grandes renunciamientos abundan en la historia y en las artes. El volumen, o el tamaño, o el peso de lo que deja el renunciante, su magnitud, a veces en una suerte de inmolación o de sacrificio, tiene su punto más alto, claro, en el caso de Cristo. Hoy quisiera obviar la cuestión bíblica y recurrir a la imaginación. En el cuento “Tres versiones de Judas” (1944), Borges escribe: “El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la carne (...)”. Y luego, arroja la terrible hipótesis: “Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos (...); eligió un ínfimo destino: fue Judas”. La ficción borgeana postula una radical, excesiva, inconcebible posibilidad, para ejemplificar el alcance del sacrificio. El caso del Damiel imaginado por Wenders es, en comparación, pequeño pero poderoso. Volverse hombre como un modo de comprender, de ver, de sentir; como una forma de abandonar las levedades de la intangibilidad y el aburrimiento de la inmortalidad, a cambio de una minúscula porción de tiempo: un tiempo no abstracto e imperceptible, un tiempo físico, que pesa, que se transpira y respira; un tiempo que, como en este caso, pudo acercar en la distancia a un adolescente perplejo y a un adulto que busca la perplejidad; un tiempo que es una condena consciente, ante el cual desfallecemos, que sentimos discurrir morosamente, pero mientras tanto.