Preludio de tango

Enrique Saborido

Enrique Saborido
 

Manuel Adet

Supe de él gracias al poema de Jorge Luis Borges, “Fundación mítica de Buenos Aires”. Hay una estrofa perfecta -todas las estrofas de Borges lo son- donde dice: “Un almacén rosado como revés de naipe/ brilló y en la trastienda conversaron un truco;/ el almacén rosado floreció en un compadre,/ ya patrón de la esquina, ya resentido y duro./ El primer organito salvaba el horizonte/ con su achacoso porte, su habanera y su gringo./ El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,/ algún piano mandaba tangos de Saborido”.

El escenario que describe Borges transpira tango, tango de la guardia vieja por supuesto. Allí está el almacén, la esquina, el compadre, la partida de truco, el corralón y el tango, que, como no podía ser de otra manera, era de Saborido.

Saborido compuso infinidad de tangos, como dijo uno de sus biógrafos, pero hay dos que son exclusivos, que lo justifican históricamente y que lo instalaron en el cuadro de honor de los compositores de todos los tiempos: se trata de “La morocha” y “Felicia”. El que lo llevó a la fama en el arranque fue “La morocha”, tango del cual se vendieron miles y miles de partituras a veces como composición instrumental, a veces con los versos cupleteros a cargo de Ángel Villoldo.

A propósito de “La morocha”, corresponde decir que fue compuesto en 1905 en un bodegón ubicado en Reconquista y Lavalle cuyo propietario pudo ser un señor llamado Ronchetti. El momento estelar ocurrió en las navidades de 1905. Alguien lo desafió a Saborido para componer una letra que pudiera cantar la tonadillera uruguaya Lola Candales, que en esas noches animaba las velas tangueras del bodegón.

Tocado en su amor propio, Saborido terminó de componer el tango como a las seis de la mañana; en el acto Villoldo improvisó los versos sin pensar que estaba escribiendo para la inmoralidad. A decir verdad, éste no sacó el poema de la nada o de una varita mágica. Los entendidos aseguran que el hombre se inspiró en otro poema de Osmán Moratorio, algo que luego será habitual en la poesía tanguera, es decir, tangos famosos que toman como referencia poemas clásicos consagrados. ¿Plagio, intertextualidad? No lo sé, pero fue así y el propio Enrique Cadícamo llegó a admitirlo.

Enrique Saborido nació en Montevideo, probablemente en 1877, pero a los tres o cuatro años ya estaba en Buenos Aires de la mano de sus padres, don Estanislao y Rosario Morcillo. Con la música se relacionó desde muy pibe. Se sabe que un maestro que pudo haberse llamado Juan Gutiérrez y que era director del Instituto Musical de La Prensa le enseñó los rudimentos de violín y piano. Se sabe que para mediados de los años novecientos el muchacho dirigía su propia orquesta. Allí estaban su hermano Guillermo y Enrique Fernández en guitarra; Miguel Pécora en arpa; Genaro Vázquez en violín y Vicente Pecce y Benito Masset en flautas.

Los instrumentos son los de la época, la música también es de la época. ¿Es tango? Borges diría que sí, pero está claro que lo que hacían esos músicos tiene poco y nada que ver con los tangos que conoceremos después. De todos modos, esta orquesta alguna importancia debe de haber tenido, alguna platea selecta debe de haber conquistado, porque a principios de siglo lucía sus habilidades en lo de Hansen, el salón que en aquellos años otorgaba legítimas credenciales tangueras.

En 1905 llega “La morocha” y con ese suceso Saborido empieza a jugar en las ligas superiores del tango. A sus habilidades en el piano y su inspiración como compositor, el hombre sumaba sus dotes de bailarín. No me consta que haya sido el primero en instalar una academia de tango en el centro de la ciudad, pero su nombre está entre los pioneros. La academia de tango dirigida por él estaba ubicada en Cerrito al 1070 y allí asistían los primeros audaces interesados en bailar una música considerada hasta ese momento como pornográfica y propia de rufianes y prostitutas.

Para mediados de 1912 Saborido está en Paris. Allí lo esperan entre otros, Gobbi, Pizarro, Demarchi. El Royal Theatre fue su sede en la Ciudad Luz, como el Savoy Hotel fue el salón que lo contó entre sus animadores musicales en Londres. Su otra iniciativa en Europa fue enseñar a bailar el tango. Según sus propias palabras, la recepción en el Viejo Mundo fue sensacional y a partir de ese momento los europeos quedaron fascinados con el tango argentino. ¿Exagerado? Tal vez.

La fiesta de la noche parisina se termina con el inicio de la Primera Guerra Mundial. Algunos se van a países neutrales, otros viajan a Estados Unidos o a Buenos Aires. Saborido está entre los que regresan a su terruño. Allí se inicia un período de eclipse de su figura. Saborido se mantiene al margen de las grandes innovaciones tangueras de la década del veinte. Ya de muchacho había trabajado en el Teatro San Martín; ahora consigue un empleo en el Ministerio de Guerra, se va a vivir a Villa Devoto, en la calle San Nicolás 4541, y se casa con Nicasia Ruiz, con quien tiene una hija, Rosario, a la cual le dedicará un tango que lleva su nombre.

Sin embargo, para inicios de la década del treinta integra la Orquesta de la Guardia Vieja dirigida por Juan Carlos Bazán y que cuenta, entre otros, con la participación de Ernesto Ponzio. Fue un homenaje a la nostalgia y a un pasado irrepetible, un homenaje a esos tangos que lo seducían a Borges pero que poco y nada tenían que ver con la realidad efectiva del tango de los años treinta, del tango elaborado por orquestas como las de Fresedo o De Caro y cantores como Gardel, Corsini y Magaldi.

Enrique Saborido murió el 19 de septiembre de 1941. El infarto lo derribó en primeras horas de la mañana, a la hora en que ingresaba a su trabajo en las oficinas de calle Piedras. Carlos de la Púa, el entrañable Malevo Muñoz, escribió estas palabras con motivo de su muerte: “Murió el famoso compositor de tangos de la Guardia Vieja, Enrique Saborido, autor de infinidad de obras de gran éxito cuyos compases ya lejanos brillaron con fulgores propios en la época de oro de nuestra música popular. Por eso podemos asegurar que mientras quede en los patios de arrabal de Buenos Aires una maceta humilde de malvones y claveles cuidados con cariño por cualquiera de esas muchachas de nuestros suburbios vivirá también, generoso y renovado, el recuerdo sencillo y cordial de aquella ‘morocha argentina’ que hace muchos años Enrique Saborido llevó del brazo de su talento a pasear orgulloso por el mundo”.