LA VUELTA AL MUNDO

Israel: imperativos de la seguridad y beneficios de la paz

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por Rogelio Alaniz

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Quienes suponen que en Israel está todo perdido, que una vez más la derecha belicista ha impuesto sus condiciones, que no hay otra salida que no sea la guerra, harían bien en prestar atención a los hechos y a las reales relaciones de poder en la región antes que declararse prisioneros de sus prejuicios o de su falta de información.

En primer lugar, nunca está de más destacar lo obvio, aquello que por evidente parece no ser tenido en cuenta por los observadores: en Israel se vota, votan todos y lo vienen haciendo desde hace más de cincuenta años. A pesar de la guerra, a pesar de la violencia cotidiana y a pesar de que -siempre es necesario recordarlo- se trata del único Estado en el mundo amenazado de muerte por enemigos a los que les importa poco y nada que en ese país haya elecciones y a quienes les resulta totalmente indiferente que los que ganen sean de derecha o izquierda, porque para ellos el enemigo es el judío con independencia de sus posiciones políticas, su edad y su sexo.

Habría que decir, también, que en Israel es el único lugar en el mundo donde los árabes ejercen derechos civiles y políticos, como lo verifica una vez más estos recientes comicios donde los partidos políticos árabes se han constituido en la tercera fuerza política del país. Lo mismo no se puede decir en el resto de Medio Oriente, donde los judíos fueron expulsados o están reducidos a una ínfima minoría siempre en peligro. Y en donde incluso las propias masas árabes carecen de libertades y derechos.

Al respecto, es verdad que alguna respuesta histórica Israel debe dar al tema de la expulsión de palestinos después de la guerra de 1947, pero explicación parecida deberían dar los regímenes políticos de la región por la expulsión de cientos de miles de judíos que vivían allí desde hacía muchísimos años. Palabras más, palabras menos, los derechos y garantías que reciben los árabes en Israel son un dato fuerte de la realidad y un testimonio acerca de los alcances de la democracia.

Las elecciones de la semana pasada se celebraron sin incidentes y los resultados finales fueron aceptados por todos. No obstante ello, la noticia que recorrió el mundo fue que el halcón Benjamín Netanyahu volvió a imponerse. En efecto, lo hizo por tercera vez consecutiva y cuando éste concluya su mandato será el presidente de Israel que por más tiempo ha gobernado este país, mérito que hasta entonces exhibía Ben Gurión, el padre fundador de la nación y uno de los jefes políticos más interesantes del siglo veinte.

Netanyahu se impuso porque para bien o para mal los votantes prefirieron la seguridad que ofrece el líder del Likud a la justicia o la paz que ofrece Isaac Herzog, el jefe de la Unión Sionista y la nueva estrella del progresismo político. Les guste o no a los observadores externos, esto fue lo que votó el pueblo de Israel, una elección que si se presta atención a sus resultados establece pesos y contrapesos para impedir desequilibrios institucionales y políticos. Basta para ello mirar los números para observar que las diferencias de votos entre Herzog y Netanyahu fueron mínimas y, a su vez, el equilibrio entre el bloque conservador y el progresista está garantizado.

Es verdad que al calor de la campaña electoral Netanyahu dijo cosas criticables como por ejemplo, su negativa a reconocer al Estado palestino o sus declaraciones contra la izquierda israelí y los árabes supuestamente arreados en camiones para votar en contra de Israel. Corresponde decir a continuación, que luego de los comicios relativizó sus declaraciones, decisión que nunca sabremos si fue dictada por las exigencias de las circunstancias o porque sinceramente cree en ellas.

En la actualidad, Netanyahu es el único dirigente que suma a una experiencia práctica en el ejercicio del poder, carisma y capacidad para lidiar con los rigores de la gobernabilidad en una sociedad complicada y en circunstancias históricas sumamente difíciles. Debe ser el político más criticado de Israel, pero al mismo tiempo el que convoca más adhesiones. Muchos de quienes no lo votaron saben en su fuero íntimo que el hombre reúne los requisitos de un buen piloto de tormentas. Su aspereza, su intransigencia en algunos temas, su resistencia a no dejarse dominar incluso por sus aliados internacionales, dan cuenta de las condiciones políticas de un líder conservador en tiempos de guerra.

Por lo pronto, importa tener presente que el tema de la paz o la guerra exige acuerdos y entendimientos de las partes muy difíciles de establecer en las actuales coyunturas. De todos modos, que un halcón sea el presidente de Israel no influye demasiado en este tema, ya que como la experiencia histórica se ha encargado de demostrarlo, han sido halcones como Beguin o Sharon los que firmaron los tratados de paz más perdurables y ventajosos para todos.

Asimismo, para quienes suponen que una victoria electoral de los progresistas significaría la antesala de la paz, deberían tener presente lo sucedido con el socialista Ehud Barak a partir del año 2000, punto de partida de lo que se conoce con el nombre de la Segunda Intifada. Entonces, gobernaban en Israel los progresistas y fue Barak quien presentó en Camp David la propuesta de paz más concesiva de toda la historia, una propuesta que incluía casi el noventa por ciento de las reivindicaciones palestinas y admitía compartir la soberanía de Jerusalén.

La respuesta de Arafat fue la segunda Intifada, cinco años de enfrentamientos militares y atentados terroristas que sembraron de cadáveres la región. Cuando concluyeron los disparos y se despejó el olor a pólvora, el progresismo israelí estaba reducido a ruinas y los hombres fuertes de la política se llamaban Sharon y Netanyahu. Bien podría decirse entonces que los halcones llegaron atraídos por el sacrificio de los progresistas que después de ese fracaso nunca más recuperaron el poder, entre otras cosas porque se hace muy difícil legitimar las banderas de la paz en un escenario donde el enemigo no la desea y no la práctica.

Lo que conviene entender en estos casos es que las políticas de concesiones no son un juego de niños. Israel en cada decisión que toma en este campo está comprometiendo la vida de su pueblo y un error puede significar una tragedia nacional. Las diferencias entre Israel y los palestinos son territoriales, pero son también culturales y civilizatorias y éstas no se resuelven con un pedazo más o menos de tierra.

Sharon por ejemplo, cedió a los palestinos la Franja de Gaza. Para ello, debió “traicionar” a sus camaradas de partido y por primera vez en la historia movilizar al ejército de Israel para expulsar a los judíos que se resistían a abandonar hogares en los que vivían desde 1967. La respuesta objetiva a esta jugada no fue la paz sino la guerra, encarnada esta vez por Hamas, quien tomó el poder en Gaza a través de un golpe de Estado y en el camino no vaciló en ejecutar a dirigentes palestinos.

Por lo tanto, los actuales dirigentes de Israel tienen la certeza de que las concesiones territoriales como tales no garantizan la paz y, mucho menos, ponen punto final a la jihad islámica y al odio ancestral contra los judíos que es también el odio contra lo que muy bien podría denominarse los valores de Occidente, valores representados por Israel en la región.

Por supuesto que en Israel hay problemas económicos y sociales serios. No conozco ningún país en el mundo que no los tenga. El fanatismo religioso, el espíritu guerrero, cierto clima discriminador, también está presente en una sociedad militarizada desde su nacimiento. Las ocupaciones territoriales sobre Cisjordania son injustificables y los argumentos religiosos para cometer estos atropellos significan una regresión política y cultural.

De todos modos, lo cierto es que Israel como sociedad moderna y Estado políticamente organizado está interesado en la paz. La historia de la región así lo confirma y los casos de Egipto y Jordania son testimonios elocuentes de que si efectivamente existe una voluntad pacificadora, Israel está dispuesto a hacer todas las concesiones del caso, con independencia del carácter conservador o progresista de sus dirigentes.