Estambul

En la resplandeciente mañana primaveral el autor salió al encuentro de la mítica Estambul, la ayer Bizancio, antes Constantinopla; llave y puerta entre Occidente y Oriente durante centurias, mixtura del mítico pasado con el fragoroso presente, mezcla de culturas, de personas, de historias que relata aquí.

TEXTO Y FOTOS. DOMINGO SAHDA y archivo.

Estambul

La Mezquita Azul, vista desde la travesía en ferry por el Bósforo.

 

El llamado a la oración primera, al amanecer, me había despertado súbitamente. El vibrar ondulante del “Muecin” llamando a los fieles a cumplir con los preceptos del Corán me había quitado, literalmente, el aliento. Lo volví a escuchar otras tres veces en los horarios prefijados por el ritual. Siempre me sacudió el misterio de la voz humana hendiendo el espacio, a contrapelo de la actividad cotidiana. No comprendía el significado del mismo. Sí sabía que existía de antiguo. Vi, como tantas veces luego, a personas inclinarse en plena calle, atentos a su fiel hacer. Estaba en Estambul. Apuré el tempranero desayuno y salí a la aventura.

A poca distancia, los cuatro minaretes y la cúpula de Ayasofya, la Mezquita Azul, majestuosa, imponente, se recortaban ante mi vista. Crucé el paseo jardín sin desviar la mirada de esa estampa intemporal. Cumplí con el ritual apenas llegar, me descalcé y lavé mis pies en fuentes de agua corriente cercanas y construidas a ese efecto. La cúpula mayor y las aledañas, cubiertas como sus paredes, de azulejos de estampado azul, cerámicas más que milenarias resplandecientes de luz natural. Llegué hasta la escollera del Mar de Mármara en mi camino de descubrimiento.

Las aguas de intenso azul rebotaban contra la escollera. Las murallas del Constantino, aún en pie, permanecían como atentos vigilantes intemporales. Del otro lado podía divisar el lado asiático de la ciudad enlazada por puentes enormes. La Torre de Gálatas aparecía como símbolo de vigilia de la antigua cultura religiosa: palomas por doquier, atraídas por los granos arrojados por un anciano turco en las inmediaciones del puente, formaban parte del paisaje.

Paseé largo rato por los Jardines del Palacio de Topkapi, maravillosos espacios que reverdecían, desperezándose del duro invierno para estallar en plenitud. El Gran Bazar, relativamente cercano a mi alojamiento, me abrió un mundo increíble. Iba de aquí para allá, recorriendo cientos de metros tapizados por artículos, manufacturas diversas, trajes, alfombras, servicios de té y de café. Un mundo de ensueño. Aprendí a regatear.

Quizá se despertaron en mi pautas ocultas de ancestros familiares: constaté que es un intercambio de ingenio, de estrategias discursivas. Despaché el prejuicio de la cultura occidental sintetizado en el tajante “esto vale, lo lleva o lo deja”. Recuerdo haber visto, en ese lugar y por una información televisiva, el “Helicóptero de De la Rúa”. Algunos comerciantes, al saber que era argentino, se acercaban a mirarme con cierta curiosidad no exenta de ironía. Me di el gusto de beber “café a la turca” en Turquía, además del infaltable té en todas sus formas. Me acerqué a la plaza en la que se levanta el monumento a Kemal Ataturk, el fundador de la Turquía moderna, cuando separó la religión del Estado, creando una gran diferencia resistida al principio pero hoy aceptada con naturalidad, a diferencia de otros países islámicos.

BAZARES Y ARTESANOS

Paseando por una calle exclusivamente peatonal, plagada de comercios, me acerqué a una vidriera. Me gustó un saco de cuero negro. Entré y lo compré. Salí con él puesto con rumbo al hotel. Atravesaría el enorme puente. Pescadores en las orillas cercanas atendían lo suyo. el Mercado de Especias fue todo un impacto, el descubrimiento de olores y fragancias desconocidas, solo tenidas por nombres exóticos estaban a mi vista. Más allá, el antiquísimo hipódromo diseñado y utilizado por los soldados del imperio romano en su avanzada de conquistas, y aún hoy en uso.

Entré a un comercio atrapado por lo que veía en su vidriera: un molinillo de pimienta y otro de café, manuales, de bronce, se incorporaron a mi equipaje. El dueño del negocio, en trabajoso mecanismo de entendimiento, me habló de su fe religiosa instándome a convertirme. Me regaló un ejemplar del Corán, escrito en la lengua del lugar a manera de intercambio. Lo conservo entre mis preciados recuerdos de viaje. Nunca sentí hostilidad alguna.

Con rumbo a la ciudad capital, Ankara, ya en la meseta de Capadocia en un corto vuelo. Instalado en un hotel cuyo diseño de audaz arquitectura contemporánea lo mostraba como algo insólito, quizá propio de un lugar en el mundo que entretejía lo cotidiano con lo inesperado de manera natural.

Me embarqué en un viaje de turismo interno que me llevó a descubrir, por pueblos y parajes, la “ruta de la seda”, el antiquísimo camino de tránsito comercial usado por Marco Polo. Pueblos excavados en las rocas cual laberintos, se sucedían, cada cual con su presencia casi irreal. En Goreme me detuve largo rato a mirar el trabajo de una hilandera, quien al modo intemporal, elaboraba hilos destejiendo capullos de algodón que, teñidos, formaban parte de las alfombras rústicas que ofrecía a la venta. En el camino a Avanos, una artesana turca que parecía salida de algún antiguo relato, accedió a tomarse una fotografía conmigo. Un poco más atrás flameaba la bandera nacional señalando pertenencias.

RECONOCIMIENTOS Y RITUALES

Continué el viaje hacia Ürgup, otro pueblo cercano a la ruta. Era como internarse en la Turquía profunda, genuina. Carritos de porte antiquísimo transportaban familias rumbo al trabajo campesino.

Otra vez en Ankara, luego de asistir al formal cambio de guardia, recorrí el imponente Mausoleo que guarda los restos de Kemal Ataturk. Ankara, bella y ordenada ciudad, más próxima al horizonte de ensueño. Retorné a esta ciudad poco después. En un paseo en barco por el estrecho de Bósforo entablé una charla con una turista uruguaya. Extrañaba el sonido de la lengua propia. Una pareja de jóvenes, presuntamente en viaje de placer, nos miraba con atención.

De pronto, la muchacha, con cara y sonrisa radiante, se acercó señalándose con el dedo índice y dijo: ¡Máxima! No entendía lo que sucedía hasta que caí en al cuenta: Máxima Zorreguieta, la argentina que pronto sería la reina de Holanda, sería la causa de la admirada exclamación de la jovencita.

Llegar hasta la terminal de trenes del Expreso de Oriente, admirarla en su mixtura de “Art Nouveau”, me retrotrajo a la novela policíaca de la escritora inglesa Agatha Christie. En el Gran Bazar vi por TV, por enésima vez, la información política internacional del “Helicóptero de La Rúa” que lo transportaba a “la nada”. Otra vez, centro de las miradas capciosas, las muecas.

Me detuve a observar detenidamente un cementerio islámico. Las severas tumbas sólo se diferenciaban entre ellas por la ocasional columnata por sobre la que aparecía un turbante esculpido en mármol blanco, tono que aparecía como un tinte igualitario del color. Algún mausoleo indicaba a un prominente sujeto de la comunidad así distinguido.

En mis viajes por distintos países y culturas, solo vi ostentación en los cementerios de ritual Cristiano Católico. Un puesto de lustrabotas llamó mi atención. Parecía un trono escalonado del que destacaban la madera y las placas de bronce. El operario, inmóvil en su lugar de trabajo, esperando seguramente algún cliente. Volvió por un instante a mi memoria el recuerdo reciente de mi ambular por Anatolia, en Capadocia. Recordé, mientras caminaba por la ciudad de Estambul, a una artesana que había accedido a posar junto a mi para una fotografía. Su ropa era occidental, salvo el turbante, que fijaba su cultura y a la vez la protegía del sol. Era una variable posible dentro del marco de la cultura religiosa del lugar.

De pronto me enfrenté con una colección de maniquíes de tamaño natural, parados en plena vereda y vestidos con ropas europeas. Era un comercio que ofrecía su mercadería sin temor alguno. Parecía toda una instalación artística. Nunca había visto algo similar. Muy cerca, un restaurante al paso ofrecía baklava o kebap, el “beleue” y el “keppe” saboreado en el entorno familiar, cuando niños, hechos por mi madre. Sabido es que entre árabes y turcos hay una relación entre afable y tensa, producto del Imperio Turco Otomano que dominó la región hasta el comienzo de la guerra, entre 1914 y 1918. Así las cosas, una y otra vez los sonidos del lenguaje coloquial, fonético, iban y venían. Me resultó muy gracioso escuchar, a medias por supuesto, una conversación pícara entre dos jóvenes. Entendía bastante el sentido de lo narrado. Por supuesto, mi actitud era de aparente ignorancia.

Pronto retomaría por vía aérea y haciendo escala en Madrid. Pero esa es otra historia.

Me embarqué en un viaje de turismo interno que me llevó a descubrir, por pueblos y parajes, la “ruta de la seda”, el antiquísimo camino de tránsito comercial usado por Marco Polo.

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Tejedora artesanal de alfombras.

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Un anciano turco alimenta a las palomas, intocables en la región. De fondo, la torre de Gálatas.

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Plaza jardín y, al fondo, la Mezquita Azul.