Salmo 50

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De la serie “Miserere”, de Georges Rouault.

Por María Teresa Rearte

La Biblia contiene frases dramáticas que muestran la capacidad del hombre para obrar el mal. No obstante, el mensaje del “Miserere” que el Salterio pone en boca de David, pecador convertido, enseña que Dios puede borrar, limpiar, lavar, el pecado en quien lo confiesa con sincero arrepentimiento (v. 2-3).

El Salmo 50 es la expresión penitencial por excelencia, que de modo intenso se muestra como un himno de pecado y perdón, que conduce a una profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La Liturgia de las Horas lo repite en la oración de Laudes de todos los viernes. Y así se ha elevado a Dios a lo largo de los siglos, desde el corazón de los fieles judíos y cristianos como un gemido de arrepentimiento y un suspiro de esperanza.

Como decía al inicio, la tradición judía puso el Salmo 50 en boca del rey David, a quien el profeta Natán con severas palabras urgió para que hiciera penitencia, en tanto le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido Urías (2 Samuel 11-12). No obstante, el salmo también se ve enriquecido en su significado, por ejemplo por los temas del corazón nuevo y del Espíritu de Dios que es infundido en el hombre.

Razones de espacio impiden hacer una exégesis amplia de este salmo, pero es importante comprobar cómo muestra la tenebrosa región del pecado (v 3-11), en la que el hombre se descubre desde el principio de su existencia. Y aunque no constituye una explícita formulación de la doctrina católica acerca del pecado original, permite comprender la profunda dimensión de la condición moral innata del hombre.

El pecado es rebelión contra Dios, de quien el pecador se aparta. Y se aleja también del prójimo. Es un desvío del camino recto. Y configura una distorsión del bien y el mal, en el sentido que puede leerse en el profeta Isaías: “¡Ay, de los que llaman al mal bien,/ y al bien mal,/ que dan oscuridad por luz,/ y luz por oscuridad” (5, 20). De lo cual podemos encontrar reiteradas muestras en la cultura contemporánea y los graves problemas que afligen al hombre y la sociedad. Por eso la Escritura enseña que la conversión es un regreso al camino recto. Pero no quiero dejar de mencionar que el pecado es siempre un desafío a Dios y a su proyecto de salvación que se inscribe en la historia humana, cuyo desenvolvimiento tantas veces se muestra errático.

El Salmo 50 no se queda en el aspecto oscuro del pecado; sino que, si el hombre lo reconoce, la justicia divina se muestra propicia para purificarlo. Entonces, asoma luminosa la acción de la gracia (V 12-19). La confesión de los pecados abre para el hombre un horizonte de luz, en el que Dios no sólo elimina el pecado, sino que recrea la humanidad pecadora. De este modo, su Espíritu infunde un “corazón nuevo”. Es decir, una conciencia renovada, que contrasta con la laxitud que inhibe la sensibilidad moral de los tiempos que corren, en los que hasta los crímenes más horrendos que azotan a la humanidad pasan fácilmente desapercibidos, en medio del griterío estridente con el que empecinadamente se provoca confusión. Y se acrecienta el extravío individual y social a niveles insólitos.

El “Miserere” está cerca de los grandes profetas. El pecador siente sobre sí el peso de sus faltas y busca el perdón divino. El versículo 5 muestra la posibilidad de conversión, que asoma en el pecador arrepentido, el que se descubre en toda su miseria y desnudez ante Dios. “Pues mi delito yo lo reconozco,/ mi pecado sin cesar está ante mí;/ contra ti, contra ti sólo he pecado,/ haciendo lo que es malo a tus ojos”. E implora a Dios que no lo rechace de su presencia: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro,/ un espíritu firme dentro de mí renueva;/ no me rechaces lejos de tu rostro,/ no retires de mí tu santo Espíritu” (v. 12-13).

En el “Miserere” late la segura convicción acerca del perdón divino, tanto como la firme confianza en su misericordia, que puede transfigurar a la criatura humana débil y pecadora.