La vuelta al mundo

Secuestro y asesinato de Aldo Moro (II)

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por Rogelio Alaniz

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El jefe militar del operativo de las Brigadas Rojas, Moretti, era un hombre de acción. Algo así como un gatillero sin ninguna capacidad de reflexión política. Llama la atención que el ala intelectual de las Brigadas estaba entre rejas y deliberadamente los gatilleros gozaban de insólitas libertades. Que el objetivo de los servicios era manipular a las brigadas para derechizar el escenario político era más que evidente.

El hombre a cargo de la lucha contra las Brigadas Rojas fue el general Alberto Dalla Chiesa, célebre por su oposición a recurrir a métodos ilegales para combatir al terrorismo, un escrúpulo que para la misma época los militares argentinos ignoraron en toda la línea. Como se sabe, cuatro años después, Dalla Chiesa fue designado para combatir a la mafia en Sicilia. Allí no le fue tan bien. Sicarios en motos lo asesinaron a él y a su joven esposa en Palermo. Tarde, Dalla Chiessa aprendió que una cosa era luchar desde el Estado contra las bandas terroristas de ultraizquierda y otra muy diferente enfrentarse a la mafia italiana que controla resortes clave del Estado y dispone de luz verde para asesinar a quienes molestan.

Si Giulio Andreotti fue por acción u omisión responsable del operativo criminal contra Moro, es algo muy difícil de probar. Sí se sabe que veintiún años después, Andreotti fue condenado por un Tribunal de Peruggia a veinticuatro años de cárcel, condena que nunca cumplió. En la ocasión, se probó que dio la orden para asesinar al periodista Nino Pecorelli. ¿Quién era Pecorelli? El hombre al que De la Chiesa le entregó en su momento el memorial que Aldo Moro escribió cuando estaba detenido. Allí, se ventilaban los negocios de Estado, las relaciones mafiosas y algunos escándalos financieros.

El otro tema presente en el llamado Caso Moro fue la colisión que se presentó entre una razón de Estado dispuesta a sacrificar a Moro y el principio humanista de salvar una vida concreta. Desde su prisión, Moro intentó convencer a sus correligionarios Francesco Cossiga y Benigno Zaccagnini para que le salvaran la vida liberando a los brigadistas presos. Todo fue inútil. Ni las presiones políticas, religiosas y familiares lograron torcerle el brazo a una implacable lógica estatal. ¿Sólo lógica estatal o hubo algo más? Hubo algo más, pero resulta imposible probarlo.

Continuemos. Al otro día del secuestro, el gobierno de Andreotti declaró el Estado de Emergencia, movilizó tropas y adelantó que el gobierno jamás negociaría con los terroristas. Mientras tanto, en las Brigadas Rojas la decisión de juzgar y matar a Moro no era unánime. En principio, los brigadistas detenidos -hablamos de los principales jefes de la organización- estaban dispuestos a negociar con el gobierno. Ellos sabían que el reclamo por su libertad no sería atendido, motivo por el cual presentaron otras alternativas. ¿Cuáles? Traslado a otras cárceles, mejor trato interno, revisión judicial de algunas condenas. Los brigadistas detenidos se comprometían, además, a convocar una conferencia de prensa y declarar a favor de la vida de Moro. “En esas condiciones -reconocieron-, nuestros compañeros del ‘exterior' no se iban a animar a matar al dirigente democristiano”.

Ninguna de estas propuestas fue atendida, ni siquiera puesta en consideración. “Me resisto a creer que en nombre de la lealtad al Estado hayan acordado mi muerte”, le escribió Moro a los compañeros de su partido. Finalmente, tuvo que creerlo. Su muerte estaba decidida. El operativo contaba con su cuota de perversidad. No se negociaba por razones de Estado, pero al mismo tiempo, el Estado hacía mucho ruido para hallar a Moro con vida, pero en los hechos las pistas más importantes, las decisivas, eran subestimadas.

Como para que no quedaran dudas de las intenciones de la cúpula de la DC, cuando las cartas críticas de Moro fueron publicadas en los principales diarios, Andreotti personalmente declaró que el contenido de ellas demostraban que Moro no estaba en sus cabales o había perdido autoridad moral para hablar del tema.

“Mi sangre se derramará sobre ustedes”, les escribió Moro en una de sus últimas cartas. “Me siento abandonado por ustedes”, les dijo cuando todavía creía en ellos. Y efectivamente lo abandonaron. En nombre de un principio abstracto, reñido incluso con el humanismo cristiano, permitieron que el dirigente más lúcido y honrado de su partido fuera asesinado sin misericordia por una banda de forajidos y alienados.

Lo más perverso de todo es que Moretti y sus secuaces sabían que un sector del Estado estaba interesado en la muerte de Moro. “Si estaban interesados en protegernos no le íbamos a decir que no”, dijo un brigadista haciendo gala de un cinismo propio de un rufián. Y, efectivamente, los cuidaron casi hasta el final. Después decidieron precipitar los hechos.

Veamos. A mediados de abril, las BR informaron que Moro fue juzgado por un tribunal popular y condenado a muerte. Sin embargo, no dieron fecha para esa condena. En la propia organización, se discutió la conveniencia de dar un paso de esas dimensiones.

Es allí cuando los servicios empezaron a intervenir directamente. Una mañana, los vecinos del edificio donde vivía Moretti, descubrieron que de su departamento el agua pasaba por debajo de la puerta y avanzaba sobre los otros departamentos. Asustados, llamaron a los bomberos, éstos derribaron la puerta y se encontraron con que los grifos de la bañera estaban abiertos. Pero, además, observaron que la casa era un verdadero arsenal: balas, armas cortas y largas y dos casquillos coincidentes con lo que se utilizaron en el operativo de la Vía Mario Fani.

A todo esto, Moretti estaba en Florencia y por la televisión se enteró del allanamiento de su casa. El mensaje era claro: “Sabemos donde vivís, sabemos lo que hacés y si se nos ocurre podemos detenerte cuando se nos da la gana”.

Si el objetivo apuntaba a poner nerviosos a los brigadistas, lo estaban logrando. El paso siguiente fue empujarlos a que asesinaran a Moro de una buena vez. O lo mataban o terminaban todos entre rejas o ejecutados.

En medio de la incertidumbre y el desconcierto, apareció un comunicado de las Brigadas Rojas informando que Moro fue ejecutado y sus restos descansan en el fondo de un lago de la montaña. Gigantesco y ridículo operativo conjunto del ejército y la policía para no encontrar nada. No era la primera vez que tropezaban con esa piedra. Diez días antes había realizado un operativo parecido en un pueblito llamado Gadoli, donde presuntamente Moro estaba detenido. Todo en regla salvo un detalle: el allanamiento había que hacerlo en el edificio de departamentos de la calle Gadoli en Roma y no en un pueblo perdido.

Conclusión. Moretti y su gente no sabían qué hacer con Moro y decidieron matarlo porque todas las otras vías estaban cerradas. Es lo que hicieron el 9 de mayo de 1978.

Aclaración importante: las maniobras infames de Andreotti y sus cómplices no libera de culpas -todo lo contrario- a una banda terrorista y fanática. Pero seamos sinceros: trece liberados de las Brigadas Rojas no iban a cambiar la eficacia de la lucha antisubversiva, pero se prefirió perder una vida valiosa que negociar razonablemente. ¿Razón de Estado como principio o como pretexto? No lo sé.

En una de sus últimas cartas, Moro insiste en la responsabilidad de Andreotti y declara que no quiere actos fúnebres oficiales. Moro muere convencido de que fue entregado y que la razón de Estado fue un pretexto para sacarlo del medio. Pertenece al campo de la perversidad suponer que por defender su vida se comportó como un cobarde. Por el contrario, habló de su muerte con una entereza moral que conmueve.

La última vuelta de tuerca de este cruel proceso fue que el mismo poder que consintió su muerte desobedeció su voluntad póstuma. A Moro le hicieron funerales de Estado y a la familia la única alternativa de protesta que le quedó fue no asistir a esa celebración macabra.

Sugestivo: la esposa y los hijos de Moro nunca dejaron de acusar a la cúpula de la Democracia Cristiana controlada por Andreotti y la Logia Propaganda Due de ser los responsables de un crimen que sigue clamando justicia.