Digo yo

Todas esas chicas

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POR NATALIA PANDOLFO

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El colectivo que va al centro explota. Son las cuatro y media de la tarde y viene cargando gente desde el norte: cuando llega a bulevar ya no hay más espacio. Alguien dice un pasito más atrás, la manada resopla y aprieta.

—¿Vamos todos al mismo lugar?

Tira al aire una chica. Una señora mayor levanta la mirada desde su asiento y le sonríe. Al lado, una mujer de unos 40 años con su hija de diez toma la pelota.

—Parece que sí.

La señora, sus canas, su bandolerita rectangular cruzada para que no le roben, sus ojos clarísimos, dice:

—Cuando le conté a mi hijo que venía me contestó: ‘Vieja, dejáte de joder. Vos tuviste un marido espectacular. ¿A qué vas?’ ‘Voy por tus hijas, por todas las chicas’, le respondí.

Y asiente varias veces. Después vuelve el rostro a la calle, firme, sus manos sobre la falda.

Las otras tres cruzan las miradas, reciben el comentario de la vieja como un bálsamo, se llenan de ternura.

—Todas esas chicas que están matando. Todas esas pibas que están violando. Qué desastre.

Dice la señora, como si le hablara al viento.

La piba de 20 es maestra y viene con un cartel bajo el brazo. “Ni una menos”, la Enriqueta de Liniers, el brazo en alto. ‘Hay que reclamar, pero también hay que cambiar por dentro. Una misma cuando enseña va metiéndole a los pibes, sin darse cuenta, tantos discursos que nos pegaron a nosotras. Hay que desarticular eso, es un tremendo laburo’, dice, se dice, nos dice, en una improvisada clase en movimiento.

El colectivo va lento, como una embarazada que apenas puede despegar las suelas del piso. La mujer de 40 hace un paneo: parece que sí, que todos van al mismo lugar. Qué raro, piensa: no recuerda haber vivido una experiencia igual en esta ciudad que da siempre la impresión de estar durmiendo la siesta. La nena de diez le pregunta si después de la marcha se va a terminar la violencia. La maestra sonríe.

Finalmente, a tres cuadras de la plaza, el coche se detiene. Hay que bajarse y caminar. La viejita va a paso lento; la piba de veinte corre; la de 40 y su niña caminan y conversan. Llegan a la plaza y respiran hondo y se conmueven con ese himno al exceso, esa manzana que rebasa de gente, con esos cuatro cordones que ya no sirven de límite, porque la plaza se ha desbordado, ha desafiado sus contornos.

Cruel en el cartel, una chica muerta con su sonrisa congelada provoca tremendas ganas de llorar. Hay mujeres de todo grupo y factor, pero también hombres, jóvenes y viejos, parejas y empleados, estudiantes, gente, más gente, más gente. Hay, faltaba más, candidatos en campaña.

Están parados en ese mosaico de buenas intenciones los muchachos de la Uocra, con sus carteles y sus mensajes.

—No queremos ni una muerta más en el sexo débil -dice uno de ellos, micrófono en mano, y la interlocutora, indulgente, le disculpa el traspié con un ‘no hay sexo débil, compañero. Pero no importa, todos tenemos mucho que aprender’.

La mujer de 40 piensa que quizá esa marcha, ese enorme volumen de gente diciendo algo, es un potente escudo contra la piña que alguien le está pegando a otra mujer, en ese mismo momento, en alguna casa. Piensa que así, con un manto de gente cobijándola, quizá sea más fácil que esa mujer pueda ver que no se trata solamente de un problema suyo, ni de su hombre que pobre, es loco pero bueno.

En los entresijos de la historia quedará seguramente grabada la marca de ese día único, liberador, fundante, a la orilla de algo nuevo, algo que todavía no se ve, pero que puede oírse como un grito desde las entrañas.

La mujer de 40 vuelve en el cole repleto y reconoce que es la primera vez en tantos años que ve la plaza llena. Toma nota del dato: plaza llena, corazón contento. Sería un buen título, piensa. Se lo cuenta bajito a su hija, pero ella ya no la escucha: extenuada, dormita sobre su hombro con un cartel entre las manos.