DIGO YO

Día del Padre

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POR NATALIA PANDOLFO

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No era mi padre, pero era como si. Cuando llegué al barrio fue el primero que se presentó. Enseguida ofreció ayuda. Estresada como estaba con la mudanza, ni lo vi. Él se fue rápido para adentro y volvió con algo fresco: yo estaba transpirada, agotada, era uno de esos veranos santafesinos.

Qué metido, pensé. Seguro que quiere ver cómo es la casa, quiénes somos, si se le nota en la cara que se muere por saber de qué trabajamos, cuál es nuestro apellido.

Lo saludé amablemente durante un tiempo: la amigabilidad no es mi fuerte. Él no se rindió.

Un domingo salí a la puerta a esperar al diariero. Hay dos tipos de vecinos: los que registran los movimientos de cada una de las casas de la cuadra, saben los apellidos y cantidad de hijos respectivamente, conocen los horarios de llegada y partida, la constitución genética de cada familia. Y están los otros, los que de casualidad saben si la casa de al lado está vacía u ocupada. Yo estoy en el segundo grupo, claramente.

Salí a esperar al diariero, decía, y él estaba regando su árbol de la vereda. Él amaba a ese árbol: un liquidámbar que va regalando distintos colores de acuerdo a las estaciones: rojos y naranjas en verano, verdes en primavera. En otoño las hojas forman un tapiz amarillo en el piso: él agarraba una escoba y acomodaba los márgenes para que la alfombra quedara bien acolchada. No tiraba las hojas: adoraba ese cuadro impresionista que formaban. “No me gusta tirar las hojas”, me explicó, como si yo hubiera preguntado. Acto seguido, (¡horror!), encaminó sus pasos hacia mi puerta y empezó una conversación. Me contó de su familia, que tenía muchos hijos todos grandes y que vivía con su esposa. Que estaba jubilado pero seguía dando clases. Y que había empezado Pilates, porque las articulaciones a su edad ya desafinaban mucho.

Si vos querés, yo te podo los árboles.

Me dijo un día. La verdad es que me venía bien, pero no me gusta molestar y, lo dicho, la partitura de la confianza no es de las que mejor me sé. A los diez minutos estaba, tijeras en mano, silbando y cantando, trepado a las ramas. Cada tanto me pegaba un grito si necesitaba algo. Yo lo miraba desde adentro por la ventana y sonreía: me hacía acordar a mi viejo, que también debe haber estado mirando el cuadro, desde algún ventanal más lejano.

Un día salí de mi casa antes del horario habitual y lo vi: allí estaba, con la manguera, regando el jardín del frente. El mío.

Ya que riego el mío, a éste le falta un poco de agua. No te molesta, ¿no?

No, a esa altura ya no me molestaba. Desde entonces se ganó el título de jardinero oficial. Era de los que compran el diario todos los días y de los que saben sentarse a disfrutar un puro. Siempre tenía una palabra, un chiste, un comentario al paso.

“Leí tu nota. Ya lo vamos a discutir. Yo te voy a terminar haciendo ir a la iglesia, vas a ver”, me dijo un día entre risas. Yo lo dejaba creer que sí.

Llegó el día de mi cumpleaños y cayó con un regalo. Yo me sorprendí: ¿en qué momento había vencido mis reparos este señor de alpargatas?

Los domingos eran su día de ceremonia: arrancaban temprano los preparativos, venían los hijos. El humo invadía mi patio y él me gritaba, del otro lado, con su vozarrón: “No te molesta, ¿no? ¿Querés que te lleve después un pedacito? ¿Por qué no te venís a comer con nosotros?”

Era su día de fiesta, su alegría traspasaba las paredes.

Una vez, peña masculina en casa, se terminó el vino. Cosas que no deberían pasar, y sin embargo. Empezó el debate: nadie tenía ganas de salir a comprar, estaban todos cómodamente instalados en el patio, pero era justo y necesario. A los dos segundos suena el timbre: él, su sonrisa indeleble, una botella en cada mano, su pedido de disculpas:

Perdón, pero no pude evitar escuchar. Acéptenlas, muchachos, por favor.

Cualquiera podría haberse ofendido; había traspasado los límites. Pero en vez de un reproche surgió un abrazo y una reverencia eterna al vecino buena onda.

Una tarde cualquiera su esposa tocó el timbre y me contó que le había dado un infarto y que seguía vivo, pero inconsciente. Desde entonces, nunca volvió a despertar. Al día siguiente empezó en la cuadra una peregrinación de gente que preguntaba por él. Su mujer y sus hijos estaban en el sanatorio, así que todos tocaban a mi puerta. Eran decenas, una procesión que no terminaba nunca. Cada uno me contó una anécdota suya.

Hoy es su día, y yo justo cumplo un año más. Las hojas del liquidámbar cambiaron ya varias veces de color. Yo me niego a ir a verlo: quiero guardar su imagen tal como él era. Si todavía hay tardes en que parece sentirse el perfume del habano desde el otro lado. No era mi viejo, pero era como si.