OCIO TRABAJADO

Carneviva (una época)

Carneviva (una época)

“Carneviva era, además de una banda de rock cuyo límite no podía mensurarse....”. ARCHIVO. el litoral

 

por Estanislao Giménez Corte

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“El sonido debe parecer un eco del sentido”. Alexander Pope, “Ensayo sobre la crítica”.

I.

Alguna vez fuimos muy jóvenes y muy inconscientes y de esa doble condición (anhelada ahora) deviene toda una abundante memoria, que refiere especialmente a una serie de experiencias de iniciación: a la sensación intransferible de haber entrado, por primera vez, en un tiempo y a un lugar propios, construidos uno y el otro, como en capas, por acciones, viajes, palabras, músicas. Desde allí viene la percepción insistente de que el mundo todo, entonces y sólo entonces, se ofrecía a la sensibilidad de la persona atenta con la expectativa del que observa un cuadro a medio componer; un lienzo en expansión permanente, abierto y ofrecido, plagado de blancos, de posibilidades, de tonos todavía no decididos, con enormes vacíos que ocupar. Hacia allí iban torpemente nuestros apetitos, nuestra sed, a tropezones, con el ansia de verlo todo, de sentirlo todo, de saborearlo todo. Los sentidos, cuasi vírgenes, encontraban en la música, en el cine, en los libros de la época, pero también en la moda, en las esquinas, en las conversaciones, un deleite “dionisíaco” que incorporábamos en el cuerpo a dentelladas y a bocanadas: el alimento necesario del que, famélico, abre la heladera tras una larga noche. Las formas, las acústicas de esos alimentos -con que saciábamos el hambre- quedaron impresos a fuego en pocos e intensos años. Unos y otros forman, ahora, nuestra propia mitología. Son, como en la película, “la banda de sonido de una época”.

II.

Los consumos culturales de un momento de la vida quedan, tallados en la memoria, vivos en las emociones, no tanto por lo que esas producciones fuesen (o dejasen de ser) sino porque formaron parte de un tiempo, de un modo de sentir que en parte se debe a una edad. Allí, se dibuja el cruce ¿accidental? entre una música que corre por una calle y que, como nube, toma de los hombros a un caminante cualquiera y lo sume en una suerte de vapor de contagio; de allí que su ánimo, inesperada, bellamente, reciba la resonancia y ésta quede en él para siempre. Una guitarra, una voz, son nuestras magdalenas proustianas. Uno de esos sonidos fue, “en mi vida” (como dirían los Fab Four), el de Carneviva. Yo fui uno de los caminantes que recibió esa distorsión y ese grito alucinado, en los inicios de los años noventa.

En la zona, la banda santafesina era la representación cabal de un rock original y movilizador, que forjó (antes de perderse en la noche y en la distancia) una estética propia, que todos esperábamos que estallase a cuatro puntos cardinales, pero...

La semana pasada, su vocalista y alma máter, Gustavo Angelini, protagonizó con enorme éxito la puesta de “Espíritu Traidor”, en el Municipal. La crítica a ese espectáculo, con abundante información comprimida por centímetro de sintaxis (si se midiera en bits tendríamos un cálculo aproximado) fue publicada ya por Ignacio Amarillo, y largamente comentada y recomendada.

III.

Yo quiero contar, apenas, esta sensación marginal a una obra hermosa. El pequeño viaje que significa para mí, como para muchos otros, ver y escuchar a una de las voces de una generación que regresa de súbito, como en un círculo, como en la simetría que se pretende perfecta, como en la parábola clásica del héroe que tarde o temprano debe regresar.

El espíritu de Carneviva, entonces, sobrevuela en ciertos pasajes de la obra en la voz de Angelini y nos lleva a rastras, por unos momentos, al espíritu “noventoso”, donde la original y provocadora lírica de Angelini y compañía parecía, por un lado, destrozar los lugares comunes del rock (como a martillazos); y, por otro, nos invitaba a observar con detenimiento giros, ideas, referencias, citas (la inspiración baudeleriana en “El alma del vino”; la descripción ensoñada del paisaje del río en “Alto Verde”; las melodías y los bellos agudos de “Stop en la colmena” -alguien que podía usar la palabra “hermenéutica” en una canción- o “Aún no vine”).

Carneviva era, además de una banda de rock cuyo límite no podía mensurarse, una suerte de invitación genérica a la cultura: del sonido a las letras, de las luces a la indumentaria de los músicos. Después, no sabemos bien qué pasó: productores, contratos, separaciones: la vida y el tormento de los negocios. Es otra discusión. Pero ahora, una especie de hermosa justicia poética, un cierto equilibrio que el universo necesita, hipotetizamos, trae a Angelini a un rol acorde que, como no podía ser de otra manera, es la historia de un rockero que regresa a su ciudad. El espíritu de los propios integrantes de la banda planea detrás, a poca distancia, de los espíritus de la propia ópera musical, como en un tercer nivel que la imaginación permite. Las huestes intergeneracionales que, como yo, disfrutaron una cosa y la otra, acabada ya la función, aplauden, aplaudimos, este presente; y, por derivación natural, también suena en nuestras palmas el lejano reconocimiento a la apuesta de cuatro flacos que, una vez y hace tanto, decidieron salirse de los cuadrados ángulos del rock para hacer otra cosa. Muchos, hoy apoltronados en una butaca, ayer enardecidos protagonistas de un pogo, agradecemos que así sea.