DIGO YO

La misión

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POR NATALIA PANDOLFO

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Un escritor no podría haber imaginado argumento semejante: un joven sufre un accidente grave, queda en estado vegetativo, vive (¿vive?) en esa situación durante veinte años, su familia empieza a pensar en la posibilidad de dejarlo ir, primero como un rumor, luego como una certeza, finalmente como una necesidad, las batallas legales aparecen de la mano del debate público, los jueces dicen no, la familia implora que lo dejen ir, se mete la Iglesia y hay más juzgadores que juzgados, hasta que finalmente un día después de tanta lucha aparece el fallo tan esperado, la familia se abraza y entonces, en ese momento histórico, redentor, el joven deja de respirar y muere de muerte natural.

Un milagro, una lección, uno de esos chistes malos que el destino tiende a modo de trampa.

Marcelo Diez, neuquino, 30 años, fierrero, contador, viajaba rumbo al campo. Había quedado en comer un asado con su familia: uno de esos planes simples que no tendrían por qué derivar en estallido —y sin embargo.

Marcelo viajaba rumbo al campo en su moto. Un auto lo chocó de frente cuando intentaba pasar a un camión, y entonces comenzó para él otra vida. Una vida en estado vegetal, una plantita sin conciencia de sí ni del entorno, sin respuesta a estímulos, sin actividad cognitiva, sin posibilidades de alimentarse o de cumplir cualquiera de las funciones vitales. Un alma encerrada en un cuerpo desértico, alimentado por una sonda.

Los especialistas dijeron que el cuadro era definitivo. Las hermanas, Adriana y Andrea, se enfundaron entonces en la bandera de la muerte digna. Y caminaron tropezando en laberintos judiciales durante años. Veinte años.

Hablaron los jueces y hablaron los medios y habló, faltaba más, el obispo, que rechazó de plano el pedido de la familia, levantó su dedo acusador y pronunció la palabra asesinato.

Pasaron por la pantalla, como si fuera una película de terror, extenuantes litigios judiciales, batallas contra cierta parte de la opinión pública y un desolador sentimiento de cansancio. La ley amparaba el pedido de la familia, pero los recursos extraordinarios aparecían como esos monstruos del tren fantasma que no dejan recuperar el aliento.

Veinte navidades, veinte cumpleaños, veinte días del padre. Andrés, el papá, murió en el mientras tanto. También Trude, la mamá. Se habían desvivido por atenderlo, por lograr que su hijo reaccionara a algún estímulo: un olor, un dolor, un grito. Marcelo no despertaba ni amagaba.

“Marcelo no hubiera querido esto. Y lo dejaremos ir. Es ésta la más profundamente ética y amorosa decisión que hemos tomado en nuestras vidas”, afirmaron las hermanas. “Déjenlo ir” se convirtió en lema; la lucha se transformó en causa.

“Me llevó más de diez años admitir que ese cuerpo que respiraba por sí mismo ya no era Marcelo. El mismo tiempo que me llevó alejar de mi vida los crueles y devastadores discursos que insistían en que hay que esperar a ver si reacciona. Devastadores porque apelaban a la infinita capacidad de negación que tenemos todos, crueles porque quienes los sostenían sabían perfectamente que esa lesión cerebral jamás lo permitiría”, decía entonces Andrea.

El martes 7 de julio de 2015 fue un día histórico: la Corte Suprema de Justicia reconoció el derecho de todo paciente a decidir su muerte digna. Los jueces Ricardo Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco y Juan Carlos Maqueda firmaron el fallo para que se suspendieran las medidas que durante 20 años prolongaron artificialmente la vida de Marcelo. Carlos Fayt se abstuvo.

La causa había llegado a la cima de la montaña. Desde allí, como quien mira el camino recorrido, como quien lee la letra impresa y firma conforme, Marcelo partió. Murió de muerte natural: hacía dos semanas que padecía una bruta infección.

“Se fue en compañía de mi hermana, hoy por la tarde, en la ciudad de Neuquén. Ya es libre, sobre todo de la perversión y la crueldad de aquellas personas e instituciones que violentaron su voluntad y lo cosificaron. Vivimos este momento juntas y en silencio”, manifestó Andrea. Su hermano tenía 50 años. Había logrado una marca, un legado. Como quien sabe que pasó por aquí para cumplir algún tipo de misión.