EL INCIDENTE LITERARIO

La ciudad y las palabras

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La ciudad de Santa Fe con Saer adquiere una dimensión literaria como Buenos Aires la había adquirido con Borges.

Foto: Archivo El Litoral

 

Santiago De Luca

A la memoria de Hugo Gola, quien llevó la ciudad en el ritmo de sus palabras y escribió:

“No se comienza cuando se empieza/ uno cruza/ calles/ciudades/ puertos/ aeropuertos/ sueños/ tempestades/ rostros/miserias/exilios/ pasiones/”.

Con Jorge Luis Borges, Buenos Aires ingresó en el canon literario occidental de las ciudades construidas simbólicamente con la palabra de los grandes escritores. Borges se consagró a la elaboración literaria de Buenos Aires desde su primer libro, Fervor de Buenos Aires, donde los poemas celebran una ciudad mítica de casas bajas, de zaguanes, de puerta cancel y de unas orillas donde la Pampa limita con las últimas calles.

La relación de Borges con Buenos Aires tiene un trayecto literario que comienza con su regreso al país cuando escribe: “Los años que viví en Europa son ilusorios, yo estuve siempre (y estaré) en Buenos Aires”. La ausencia le había dado una posesión más íntima de la ciudad. Sin embargo, un Borges maduro, confiesa que “la ciudad, ahora, es como un plano de mis humillaciones y fracasos; desde esa puerta he visto los ocasos y ante ese mármol he aguardado en vano”.

En todo caso, con espanto y amor, la sintaxis de Borges intentó decir Buenos Aires. Y, como toda relación íntima y profunda, fue ambigua, conflictiva. Cuando la palabra se detiene sobre el espacio, las calles y los rincones dejan de ser algo funcional para transformarse en algo simbólico. No se trata de un costumbrismo o regionalismo, sino de espacios de lenguaje; el espacio captado por la palabra y relanzado en la imaginación de cada lector. Bioy Casares invirtió esta relación de espacio y lenguaje y dijo que aspiraba a que sus novelas fueran una casa agradable de habitar. Al final, con los años, si hay suerte, todos nos convertiremos en palabras.

Michel Houellebecq sostiene que el mapa es más interesante que el territorio que representa. Así también se podría sugerir que hay territorios geográficos, calles y rincones que migran a un espacio de lenguaje con mayor densidad. La Pampa es la imagen del mar en la tierra, escribió Sarmiento con una metáfora tan poderosa que abre ese lugar donde el incidente literario se produce. Y un supuesto lector holandés del Facundo podría sentirse tocado por estas palabras imaginando ese espacio. No obstante, y sin recurrir a un localismo o costumbrismo, cuando los libros están bien escritos hay un agrado para el lector cuando reconoce un espacio que le es habitual, conocido e íntimo, transformado en un mundo de palabras. El gran poeta Kavafis lo dijo con la revelación inmediata de la poesía mirando el puerto de Alejandría “No hallarás otra tierra ni otro mar./La ciudad irá en ti siempre. /Volverás a las mismas calles. /Y en los mismos suburbios llegará tu vejez.” Sabía que no hay barco que nos pueda llevar afuera de uno mismo.

GLOSA

Saer confesó alguna vez que con esta novela, Glosa, expresó de la mejor manera lo que quiso decir con su literatura. El personaje Leto comienza a caminar hacia el sur desde la intersección de bulevar y San Martín. A medida que se va desplegando en la novela esta caminata, a la que pronto se sumará otro personaje, el Matemático, se va construyendo el espacio literario y simbólico de la ciudad.

Leto se detiene a observar las casas residenciales con las chapas de bronce que anuncian la profesión de sus ocupantes. Registra con ironía a médicos, abogados, escribanos, ingenieros, arquitectos, otorrinolaringólogos, radiólogos, odontólogos, contadores públicos, bioquímicos y rematadores. Como los franceses que mientras comen hablan de otros platos o de otras comidas y no de lo que están comiendo, Leto y el Matemático mientras caminan veintiún cuadras hasta el sur recuperan otro espacio: el cumpleaños de Washington Noriega en Colastiné Norte. Con la misma estructura que El Banquete de Platón, ninguno de los dos personajes estuvo presente. Botón le contó al Matemático y éste a Leto, mientras caminan, los detalles de la reunión. Hubo una discusión en este cumpleaños sobre los mosquitos. Se preguntan si los mosquitos que picaban a Washington eran diferentes mosquitos o si era siempre el mismo. Antes se había hablado del tropezón improbable de un caballo. En las conversaciones de cualquier esquina también están las ciudades. Pero ellos, Leto y el Matemático, están hechos de ese espacio de calles y palabras: “Lo piensen con palabras o no, la calle recta que van dejando atrás, está hecha de ellos mismos, de sus vidas, es inconcebible sin ellos, sin sus vidas, y a medida que ellos se desplazan va formándose con ese desplazamiento, es el borde empírico del acaecer, ubicuo y monótono, que llevan consigo adonde quiera que vayan”.

La ciudad de Santa Fe con Saer adquiere una dimensión literaria como Buenos Aires la había adquirido con Borges. A su vez, como un catálogo de imágenes, el Matemático despliega una enumeración de ciudades condensadas en frases repetidas que se superponen a la calle que caminan: París, una lluvia inesperada, Londres, un problema de alojamiento y unos manuscritos en el Museo Británico, Florencia, también ellos pintaban lo que veían, Ginebra, la chacra asfaltada, Madrid, lo que uno siente haber perdido en el extranjero lo vuelve a encontrar. La palabra literaria tiene el hábito de la ciudad.

El final de la novela adquiere una consistencia filosófica y una escena típica del Parque del Sur de la ciudad hace vibrar los cimientos de las creencias y transforma el espacio en una indagación radical. Una pelota olvidada por un niño provoca que los pájaros erráticos revoloteen desconcertados como adorando a una divinidad. Pero el narrador intuye otra cosa: “Cuánto les hace falta de extravío, de espanto y de confusión a las especies perdidas para erigir, en la casa de la coincidencia, que también podría ser otro nombre, ¿no?, el santuario superfluo en más de un sentido, de, como parece que los llaman, sus dioses”.