DIGO YO

La furia

La furia

 

POR NATALIA PANDOLFO

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Sacar el auto, mirar de reojo, respirar hondo, oler el odio. El de la casa de al lado lo ha hecho de nuevo: su auto toca, como quien moja la oreja, tu entrada. Y entonces arranca la furia, despacito, reprimida, imperceptible dentro de su disfraz de palpitaciones y sudoración. Llegás a la esquina y un colectivo se te aparece como un espectro con su velocidad afiebrada y entonces apretás el acelerador porque si no, no la estarías contando. Y no lo soltás más. Llegás a la otra esquina y ves que viene uno bastante al palo pero le mandás un poquito más, que ya estás en el baile, y una moto con tres pibitos colgando se te pone a la par por la derecha y te querés correr porque atrás viene el que viene volando pero no podés, y le hacés señas al de la moto que no se corre, y no podés parar pero tampoco podés frenar, y entonces acelerás un poco más y te acomodás a la derecha para cumplir el triple objetivo de asegurar tu hombría frente al de la moto, garantizar la supervivencia de los pibitos e impedir que el de atrás te haga girar como un trompo. Llegás al paso a nivel y cuando estás en el medio de las vías ves, como en una mala película de terror, que se acerca a gran velocidad uno de esos carritos de mantenimiento, con una farola y una bocina como único preámbulo, y por un segundo te paralizás ante la evidencia de lo inevitable y cerrás los ojos y hundís más el pie y zafás, y te das vuelta y ves cómo el carrito con sus tres o cuatro señores pasa campante y te preguntás cómo es posible, cómo cazzo. Ya a esa altura estás tan acelerado que aflojar el pedal no es opción: seguís y ponés la radio para distraerte. Un señor anuncia catástrofes a los gritos y llaman los oyentes y putean y la publicidad y los móviles y todo tan frenético y seguís rumbo al sur, porque la hora corre y hay que fichar y vas tarde, y entonces surge como una aparición, como una epifanía, un pozo del tamaño de tu desconsuelo, un cráter que se abre en la tierra como hiriéndola con un hacha, y entonces clavás los frenos y sentís que el alma se te desangra al oír el lamento del tren delantero destrozado. No alcanzás a reponerte, un par de faroles te hace señas y te despabilás rápido: hay que frenar de nuevo, dejar pasar, y además reaccionar a una soberbia puteada porque en el enredo estuviste lento y te pasaste un poco de la bocacalle. Primera, segunda, tercera de nuevo, llegás a la esquina y tenés la derecha y te mandás tranquilo, como si no pecaras de inocencia: el enemigo se asoma y pone la trompa al mejor estilo guapo, y quedan trompa con trompa, y te hace señas como quien hace un favor, y vos hacés señas como quien putea, y entonces el otro insiste y vos arrancás y ya sentís el peso en la espalda, en la cabeza a punto de explotar de rabia, en las piernas temblorosas. Hiperventilás. Tratás de tranquilizarte, sentís que falta poco, llegás al centro (del conflicto). Estacionar. Te faltó guardar un resto de paciencia para ese trámite. Inhalo, exhalo. Recorrés una manzana, la otra, volvés a la primera como quien no se convence, das vueltas en círculos como un lunático, ampliás un poco más el radio hasta que finalmente conseguís un lugar a cinco cuadras, bajás, vas a la máquina de la esquina a marcar el estacionamiento, la máquina no funciona, vas a la otra esquina, tampoco, parece que se cayó el sistema, pero cómo, me lo van a cobrar igual, y sí, señor, acá es así, nos acostumbramos a todo. Te vas masticando la bronca, farfullando maldiciones, sudando porque encima llegaste tarde y la moto y el colectivo y el carrito y el cráter y la municipalidad y la madre que los recontra. Llegaste.