Mesa de café

La cálida historia del café

Por Remo Erdosain

El frío continúa. Para los amigos de las mesas de café, el frío es un excelente aliado. Cobijarse en el bar y tomar un café o un té caliente junto a los amigos. Compartirlo hablando de la vida y de sus alrededores, de política y de todo lo que nos importa.

—Es el tercer lugar -dice Abel.

—¿Se puede saber por qué? -pregunta José.

—Quedate tranquilo que no tiene nada que ver con la tercera posición de tu jefe -chancea Marcial.

—Es el tercer lugar, no la tercera posición -aclara Abel- y se explica con relativa sencillez: el primer lugar es el hogar, la familia; el segundo lugar es el trabajo, la oficina, el despacho, el taller; y el tercer lugar, el que te saca de la lógica familiar y de la lógica laboral es el café. No lo inventé yo, algunos sociólogos trabajan desde hace años estos temas.

—Antes que los sociólogos, los historiadores hablaban de la importancia de los “cafetines” en la vida social y cultural -digo-. Sin ir más lejos, la revolución de mayo se conversó antes en los cafetines que en el Cabildo.

—¿No fue en la jabonería de Vieytes? -pregunta José.

—También en la jabonería de Vieytes, pero allí se conspiraba, se operaba y se daban órdenes, pero en los cafetines se hablaba.

—Se hablaba al cuete.

—Llamalo como quieras, pero fue en las tertulias de los salones de las damas patricias y en los cafetines donde se constituyó eso que hoy conocemos como opinión pública.

—¿No le estás dando demasiada importancia a una mesa de café?

—Ni más ni menos -digo- que la que se merece. Una noticia, me dijo una vez un periodista, es aquello de lo cual conversa la gente. ¿Y dónde lo conversa? En muchos lados, pero el cafetín es uno de esos lugares privilegiados porque es un momento de tiempo donde uno está liberado de las presiones cotidianas de la familia y el trabajo.

—¿Es un invento de los argentinos el cafetín?

—No es un invento criollo, pero contribuimos mucho a desarrollarlo. La cultura del café viene de Europa: Madrid, Barcelona, París, Viena, Venecia, Londres. El cafetín o el café tienen una larga historia que se identifica con la modernidad.

—Insisto, yo creo que es un lugar para hablar al cuete -dice José.

—Calificalo como quieras, pero sí, el café es un lugar donde se habla. En el mundo antiguo, se hablaba en el castillo, en el palacio, en los círculos de la corte; el cafetín nace con la ciudad, con la vida urbana, con los burgueses y la necesidad de hablar, porque la palabra se extendió a todos.

—Yo lo que recuerdo -dice Abel- es que en Madrid las mesas de café contaban con la presencia de personajes como Benavente, Valle Inclán, Ortega y Gasset, Unamuno, Baroja. Eran mesas de hacha y tiza. Se hablaba de todo, de literatura, política, pintura y de los chismes del día.

—En algún lugar, leí que cuando Unamuno llegaba a su mesa, antes de sentarse decía: “No sé de lo que estáis hablando, pero desde ya me opongo”. Sólo un español puede permitirse semejante licencia.

—Yo algo sé -dice Marcial- de los cafetines de París, identificados con lo que luego se conoció como la bohemia.

—Tengo entendido que Sartre escribió “La náusea” en un cafetín.

—Es lo que dicen -acota Marcial- yo cuando estuve en París fui al café Le Flore en Saint Germain y allí hay una mesa que recuerda la presencia de Sartre. En el café de al lado dicen que iba Boris Bian, Simone de Beauvoir, Albert Camus.

—Me da la impresión de que esto pasaba en Europa; no sé si en la Argentina es lo mismo.

—Es parecido y es diferente. El cafetín está en los orígenes de nuestra vida independiente y está como protagonista. Entre 1820 y 1840, los cafetines pululan en Buenos Aires; desaparecen o se reducen a la mínima expresión durante la dictadura de Rosas y después resucitan hasta constituirse en un protagonista del paisaje de la ciudad.

—Cuando llegan los inmigrantes, muchos de ellos solos, encuentran en el café un refugio a su soledad, un lugar donde compartir horas con los amigos.

—Lo que conviene advertir -señalo- es que no se debe confundir el cafetín con el boliche o la borrachería. En el café, lo importante es la reunión, la charla y la bebida ocupa un segundo lugar. El café es la bebida indicada, o el té, muy de vez en cuando una grapa en invierno, un liso en verano, pero, repito, no es la whiskería o el bodegón.

—La reunión alrededor de la mesa de café es lo que hacemos nosotros y lo hacen millones de argentinos todas las mañanas o todas las tardes -aclara Abel-; mesa de amigos a mitad de camino entre la casa y el trabajo, mesas de amigos donde se comentan los titulares de los diarios, las novedades de la ciudad, los chismes de cada día.

—¿Y los charlatanes de café? -pregunta.

—¿Qué problema tenés con los charlatanes? -responde Abel- después de todo no molestan ni dañan a nadie. El daño es algo que se hace, no se habla y en el cafetín se habla, nada más y nada menos.

—Además -digo- no todos los cafetines son lo mismo o tienen el mismo nivel; en todos los casos la constante es la conversación, el arte de la conversación como se dijera alguna vez. La mesa de café es un lugar donde todos hablan, todos se expresan, es un lugar democrático por excelencia, al punto que el café solo se expande en tiempos democráticos.

—Yo lo que recuerdo -dice José- es el “Cafetín de Buenos Aires”, el tango de Discépolo.

—Es uno de sus mejores tangos, pero es otra variante del café -digo- es otra metafísica, menos social, menos politizado. Ese cafetín tiene un agobiante clima de soledad, de melancolía...

—Puede ser, pero el café en Discépolo es en primer lugar una escuela de todas las cosas, es el café es el que tiene las mesas que nunca preguntan, mesas que acompañan, escuchan, pero no preguntan, mucho menos, juzgan -reflexiona José.

—Discépolo se pone más sentimental -agrega Abel- y dice que es el único lugar que se pareció a su vieja.

—El toque sentimental de todo tanguero, la santa viejecita -comenta Marcial.

—A mí me llama la atención las casualidades -digo-; en ese tango se habla de los amigos. Uno se llama Marcial, otro José y el tercero es Abel. Cualquier semejanza con la realidad, con nuestra realidad, es pura coincidencia.

—Y lo será nomás; es que a veces la poesía coincide con la realidad o la anticipa -observa Abel-. Todo esto es lo que ocurre en un lugar donde se mezclan los sabihondos y suicidas.

—Como buen peronista, Discépolo sabía muy bien de lo que hablaba -se ufana José.

—Pobre Discépolo -reflexiona Marcial- era anarquista, un buen tipo, un gran amigo: tuvo dos grandes errores, uno se llamó Tania; el otro, peronismo.

—No comparto -concluye José.

MESADECAFE.tif