Las “otras batallas” de San Martín

Si decimos que El Libertador fue un militar brillante estaríamos afirmando algo obvio. Pero si nos quedáramos en la exaltación de sus virtudes guerreras, estaríamos parcializando su figura. A lo largo de su vida nos dejó testimonios elocuentes de su grandeza moral, de su capacidad de sacrificar la gloria personal por el bien de su Patria. Sabemos de sus triunfos, que aseguraron la libertad de medio continente, pero no siempre tenemos presente que también tuvo que librar otras batallas de las que no siempre salió triunfador. Nos referimos a la incomprensión de muchos hombres públicos, a la envidia de otros y a la persecución a que lo sometieron sus enemigos políticos. Sin embargo, nunca buscó la revancha, ni se aprovechó de la estatura que había alcanzado su gesta libertadora. Supo mantener con firmeza los ideales que proclamara cuando abandonó su carrera militar en España para venir a luchar por la libertad americana.

De la gloria al exilio

El mismo San Martín nos cuenta: “Yo llegué a Buenos Aires a principios de 1812, fui recibido por la Junta Gubernativa de aquella época (el 1er. Triunvirato), por uno de sus vocales con favor y por los dos restantes con una desconfianza muy marcada...”. Este enfrentamiento explica por qué, luego de libertar dos pueblos hermanos, no es bien recibido por el gobierno de Buenos Aires, en el que se destacaba su tenaz enemigo Bernardino Rivadavia. Tengamos en cuenta que el gobierno porteño le había ordenado que abandonara la campaña libertadora del Perú, y que con esas tropas bajara a combatir a los caudillos federales, Francisco Ramírez y Estanislao López, enfrentados con Buenos Aires. Esa orden inicua fue desobedecida por San Martín. No pudiendo concluir con Bolívar la guerra de la Independencia, como surge de la entrevista de Guayaquil, retornará a Mendoza. En agosto de 1823 muere su esposa en Buenos Aires. Estanislao López le ofrece custodiarlo con sus tropas, pues le dice: “Se dé una manera positiva por mis agentes en Buenos Aires que a la llegada de V.E. a aquella capital será mandado juzgar por el gobierno, por un Consejo de Oficiales por haber desobedecido sus órdenes de 1817 y 1820, realizando las gloriosas campañas de Chile y Perú...”. La inseguridad que encuentra en su patria, y la necesidad de atender la educación de su hija Mercedes, lo obligan a tomar la decisión no querida. Le cuenta a Vicente Chilavert: “Quería gozar de una vida tranquila que diez años de revolución y guerra me hacían desear con anhelo... pero entonces se me manifestó una verdad que no había previsto, a saber, que yo había figurado demasiado en la revolución para que me dejasen vivir en tranquilidad”.

En vez de poder disfrutar de la gloria de los triunfadores, emprenderá el camino del exilio con su pequeña hija. Pero desde la lejana Europa siempre sentirá como suya la suerte de su patria. Vuelve en 1828 y la encuentra desangrada por la guerra civil que siguió al fusilamiento de Dorrego. Pero no escucha los cantos de sirena de los que le ofrecen el gobierno. La paz que deseaba no la encuentra en su suelo natal y decide el regreso definitivo. Su sable no se desenvainó para una lucha fratricida.

El mandato de la conciencia

Corría el año 1839. La revancha de tantas ingratitudes estaba a mano. El encargado de las Relaciones Exteriores y gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas lo propone como ministro plenipotenciario ante el gobierno del Perú. La respuesta de San Martín es más elocuente que todo lo que podamos decir nosotros. “Si sólo mirase mi interés personal, nada podría lisonjearme tanto como el honroso cargo a que se me destina, un clima que no dudo es el que más conviene a mi salud, la satisfacción de volver a un país de cuyos habitantes he recibido pruebas inequívocas de afecto... además, mi presencia podría facilitarme en mucho los crecidos atrasos que se me adeudan por la pensión que me señaló el Primer Congreso del Perú... he aquí las ventajas que me resultarían con la aceptación del cargo... pero faltaría a mi deber si no manifestase igualmente que enrolado en la carrera militar desde la edad de 12 años, ni mi educación, ni mi instrucción las creo propias para desempeñar con acierto un encargo de cuyo buen éxito puede depender la paz de nuestro suelo. Esta circunstancia no puede menos que resentir mi delicadeza al pensar que tendría que representar los intereses de nuestra república ante un Estado a que soy deudor de favores tan generosos y que no todos me supondrían con la moralidad necesaria para desempeñarla con lealtad y honor”. Así era San Martín. Los argentinos de hoy cada vez que aspiramos a un cargo de responsabilidad social, haríamos muy bien en preguntarnos, ¿estoy suficientemente preparado?, ¿soy la persona indicada para esa responsabilidad? Sería una muy buena manera de honrar la memoria del Padre de la Patria.

(*) Miembro de Número de la Junta Provincial de Estudios Históricos y Vicepresidente de la Asociación Cultural Sanmartiniana.

Prof. Carlos Eduardo Pauli (*)