DIGO YO

La paciencia

POR NATALIA PANDOLFO

npandolfo@ellitoral

—Buenos días, quería pedir un coche.

—¿Dirección?

—Número 20, calle del iluso.

—Sale para allá.

El señor se pone el abrigo, se calza la bolsa de tela al hombro, pone la llave en la cerradura, espía por la ventana. Hace un repaso mental: lleva el regalo para el nieto, algo de plata, documentos.

Se abandona a los pensamientos como quien navega en un río manso. El día está feo, pero lo han invitado a comer un asadito para celebrar el Día del Niño. Con algo de pudor ha empezado a disfrutar -¿será la edad? ¿será la ilusión de ese pibe que espera ansioso la sorpresa envuelta en papeles brillosos?- de esas cosas que antes se le antojaban arbitrarias, comerciales, absurdas.

Piensa que es la última vez que se hace tanto lío buscando algo que esté al alcance de su bolsillo. La juguetería del barrio pone toda la carne en el asador de la vereda, tienta al que pasa con unos artefactos fastuosos que no bajan de los 700, 800 mangos, contrata empleadas jovencitas a las que explota por unos pesos durante esos días. Él no quiere formar parte de ese circo. Entonces va y busca opciones, como un detective obsesionado. El año que viene le doy la plata y listo, piensa, y sabe que nuevamente le ganarán las ganas de ver la sorpresa en esos ojos chiquitos.

Mira por la ventana. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Tendría que reclamar o pasaría por ansioso? Esperará. Seguirá pensando, volando. Imaginará qué diría la abuela si lo viera al pibe, sus cinco años, su personalidad tan plantada. Se lamenta una vez más de que no haya alcanzado a conocerlo. Refuerza el oído. Se escucha el ruido de un motor que se acerca por el pasaje desierto. Da un giro a la llave, ahora sí. Un auto blanco pasa de largo frente a sus narices, impunemente.

Va al baño, se vuelve a pasar el peine por los pocos pelos. La nuera le diría que esa tintura no le queda, pero a él no le parece. En realidad no le parece nada de lo que diga su nuera, pero se ahuyenta los malos pensamientos con culpa.

Mira el reloj. Pasaron quince minutos de divague: los quince minutos que separan al viejo denso del que protesta legítimamente.

—Sí, yo llamé hoy para pedir un coche.

—Está en camino, señor.

Suspira. Llama al hijo y le dice que le tenga paciencia, que ya va. Si él tuviera el auto vendría a buscarlo, seguramente. Está pagando el plan, algún día llegará y la pesadilla del transporte público habrá terminado para todos. Si él tuviera plata lo ayudaría, como antes. Ahora es todo tan brutalmente distinto.

Fuerza la vista y pispea entre las rendijas de la persiana: los vecinos también están de asado. Ya hay dos autos: dos hijos con sus proles respectivas. Él espera: las salas de espera de los médicos lo han amansado tanto que ya casi ni se le ocurre protestar.

—Qué tal, yo pedí un coche hace como media hora ya.

—Se lo reclamo, señor.

Cada minuto pesa como una piedra. Pasa uno tras otro, en medio de la nada, en medio del apuro, pasa uno tras otro y uno trae bronca y el otro paciencia y el otro incredulidad y el otro instintos asesinos y el otro ánimo y el otro ilusión y el otro desesperación y así, uno tras otro, fatalmente. Camina por el pequeño living como en una celda. Ve los abrazos de la vereda de enfrente y desespera.

Pasa una hora y diez minutos. Una hora, diez minutos. Setenta minutos con sus segundos muertos. El coche nunca aparece. Se siente burlado; impotente, lo invaden tremendas ganas de llorar. Lentamente inicia su triste acto de rebeldía: se desprende de la bolsa, se saca el abrigo, se pone las pantuflas, llama al hijo, arranquen nomás, no llegó nunca el coche, y no, viste cómo son, los domingos es así, no tengo manera de llegar, si al menos me hubieran dicho que no tenían autos capaz que hasta me animaba y me largaba caminando, después paso así le doy el regalito al nene, decile que no se enoje.

Corta, recalienta alguna cosita, prende el tele y pelea silenciosamente contra la furia que amenaza con aplastarlo.

(*) Cualquiera que se haya puesto alguna vez el traje de usuario sabrá adivinar que la historia es real.

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