Crónicas de la historia

Jorge Ariel Velázquez está muerto

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¿Crimen político? Habrá que investigarlo. Lo seguro es que Velázquez fue asesinado en un contexto social y político signado por la violencia y la impunidad. Foto: Archivo El Litoral

 

No sé con exactitud quién mató a Jorge Ariel Velázquez, pero las explicaciones oficiales no me satisfacen. Otra vez la única certeza disponible es que hay un muerto. Lo demás son sospechas, presunciones. Los que tienen que hablar, callan, y los que tienen que callar, hablan y hablan con incontinencia. La situación es parecida a la que observa Jorge Luis Borges con los textos de Faulkner: “No sabemos bien lo que ocurre pero sospechamos que lo que pasa es terrible”.

Jorge Ariel Velázquez era muy joven. Familia modesta, forjado en los rigores de la pobreza, supuso que el estudio y la política eran el camino honrado para salir de allí. Nunca creyó que iba a ser fácil, pero honestamente debe de haber pensado que sus modestas metas no eran imposibles en el país del relato, la inclusión, la movilidad social y la década ganada.

Después, la vida le fue dando sus lecciones. La vida cotidiana de una provincia devastada por el clientelismo, la violencia y la impunidad. Para estudiar, aprendió que primero había que afiliarse al partido de los dueños de la escuela. No sé si Jorge Ariel conocía las tradicionales virtudes de la escuela pública y gratuita o si sabía de los contenidos de la ley 1.420. No lo sé ni importa, porque para él esos derechos no existieron. Se lo dijeron sin rodeos: para estudiar hay que renunciar a tener ideas propias y afiliarse al partido de los dueños del poder. Cultura nacional y popular que le dicen.

Afiliación obligatoria. No es la primera vez que esto ocurre en la Argentina, pero seguramente es la primera vez que desde la Presidencia de la Nación se avala ese atropello a la dignidad de la gente. Y cuando a alguien se le ocurre protestar por esta regresión al vasallaje, a la señora presidente no se le ocurre nada mejor que decir desde la omnipotente cadena nacional que es una vergüenza denunciar un crimen para obtener dividendos electorales.

Señora presidente: Jorge Ariel Velázquez está muerto. Está muerto y no sabemos quiénes lo mataron, aunque sospechamos por qué lo hicieron. Usted se presenta como la presidente de los cuarenta millones de argentinos, pero usted es la primera en recordarnos que en el mejor de los casos es la presidente de una facción. Es lo que hace cada vez que habla. Algunos de sus escribas dicen que es un recurso inteligente, porque obliga a la oposición a hablar todos los días de usted. Inteligente, no sé, pero perverso, seguro. Sobre todo, cuando el objeto del discurso es un chico muerto en condiciones que comprometen a algunos de sus entrañables amigos.

La muerte de Velázquez provoca dolor, pero la actitud de la presidente negándole a quien ya no está en este mundo su identidad política, provoca enojo, vergüenza y miedo.

En el periodismo como en la política, es importante ubicar la noticia en su justo lugar, establecer qué es lo que importa. Velázquez era radical y supongo que ya no es necesario brindar más pruebas al respecto. Pero lo importante, lo que nunca se debe perder de vista no es tanto su identidad política como el hecho definitivo y doloroso de que está muerto, que lo mataron y que hay motivos para sospechar que las circunstancias de esa muerte sean políticas.

Tal vez lo eliminaron por ser radical. O simplemente porque no les gustaba a los señores del poder y a los perros rabiosos que alimentan y que a veces escapan de su control. Tal vez porque en los barrios populares de estas ciudades no sea saludable andar solo de noche. ¿Es tan difícil entenderlo? Radical, independiente, peronista, era una persona que no merecía morir baleado por la espalda. ¿Delito común? No lo creo, pero sí creo que en esta Argentina empieza a ser común que la gente se muera en circunstancias sospechosas.

Lo dicen con suma prudencia dos dirigentes jujeños de diferente signo: Gerardo Morales y “el Perro” Santillán: La Tupac Amaru dirigida por la señora Milagro Sala no es una organización política de militantes, es una banda mafiosa financiada por los recursos del Estado nacional. ¿Se ocupan de los pobres? También los mafiosos se ocupan de los pobres, le brindan protección a cambio de fidelidad. “¡Soy una colla!”, exclama Milagro Sala, como si la identidad racial fuera un salvoconducto. No sé si la señora Sala es o no es colla. No lo sé ni me importa. Sí, estoy enterado que no vive con sus paisanos, que reside en un chalet lujoso, y que alguna vez veraneó en Punta del Este, alojándose en uno de los hoteles más caros de una ciudad que se jacta de tener hoteles caros. El populismo también posee su propia fórmula de movilidad social: Milagro Sala es un ejemplo, pero no el único.

¿Crimen político? Habrá que investigarlo. Lo seguro es que Velázquez fue asesinado en un contexto social y político signado por la violencia y la impunidad. Quiso estudiar e intentaron despojarlo de su identidad política; quiso encontrar en la política un camino para ser más libre y una bala de nueve milímetros le quitó la vida. El argumento oficial afirma que fue un intento de robo. ¿Tan seguros están? Yo por lo pronto, la única certeza que tengo es que si algo le robaron a ese chico fue la vida.

“¡Maniobras electorales!”, gritan indignados los voceros del oficialismo. ¿Qué esperaban? ¿Que a la barbarie de la muerte se le sume la canallada del silencio y la complicidad? ¿Que se mire para otro lado? ¿O acaso lo más justo sería transformar a la víctima en sospechosa? No lo descartemos de antemano. Si desde la Presidencia de la Nación fueron capaces de desconocer su identidad política y no brindar una palabra de consuelo a su memoria, no nos debería llamar la atención que desde los círculos enrarecidos y voraces del poder se inicie una campaña no muy diferente a la que promovieron para ensuciar la memoria del fiscal Nisman.

El crimen político en la Argentina no es nuevo. Lamentablemente no lo es. Es algo así como nuestro destino sudamericano, como dice un conocido poema conjetural. Pero este episodio suma una inquietante y sórdida vuelta de tuerca. Los dictadores bananeros asesinaban opositores pero jamás negaban a las víctimas su identidad política. Santiago Pampillón fue muerto en tiempos de Onganía, pero al dictador no se le ocurrió entrometerse con la identidad de la víctima. A Somoza no se le ocurrió decir que Sandino era un afiliado de su partido y Pinochet jamás atinó a pensar que Orlando Letelier -por ejemplo- no fuera un opositor al régimen.

Pues bien, ese escrúpulo fue vencido en estos últimos días. Según la versión del relato, Jorge Ariel Velázquez no era radical, sino un abnegado militante de la causa nacional y popular. ¿Pruebas? Las fichas de afiliación obligatoria. Muy original. La inocencia se prueba invocando otro acto delictivo ¿Cómo contradecirla? Los muertos no hablan y, mucho menos, los muertos asesinados en la oscuridad de un certero disparo por la espalda.

La cadena nacional resuelve el resto de las dudas. Desde allí puede decir lo que mejor le parece con la seguridad de que nadie va a ocupar ese lugar para refutarla. A esas interminables peroratas con público cautivo, el oficialismo lo llama “democratización de los medios”. A George Orwell jamás se le hubiera ocurrido. ¿Palabras? Sí, palabras, pero palabras pronunciadas por la presidente de la Nación.

Es verdad, podemos no darle importancia, no tenerlas en cuenta, no tomarlas en serio; después de todo en esta Argentina que nos ha tocado vivir no sólo la moneda nacional está devaluada. Realidades virtuales que le dicen. La presidente hoy dice una cosa y mañana puede decir exactamente la opuesta sin que se le mueva un pelo. Pero más allá de los caprichos y las miserables vanidades, lo cierto es que Jorge Ariel Velázquez está muerto. Tenía veinte años, quería vivir, pero ahora está muerto. No es el primero y, tal como se presentan las cosas, en esta Argentina con bandas armadas y regimentadas desde el Estado, con políticos cuyos antecedentes se confunden con un prontuario, hay motivos para temer que no sea el último.

por Rogelio Alaniz

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Lo dicen con suma prudencia Gerardo Morales y “el Perro” Santillán: La Tupac Amaru dirigida por la señora Milagro Sala no es una organización política de militantes, es una banda mafiosa financiada por los recursos del Estado nacional.