editorial

  • Tras más de una década de personalismo y crispación, el país necesita reconstruir la convivencia republicana. Para ello es ineludible garantizar la confiabilidad del proceso electoral.

El imperativo de la transparencia

La obvia trascendencia de las elecciones presidenciales del próximo 25 de octubre no inhibe el hecho de que, en términos institucionales, se trate de un acontecimiento afortunadamente naturalizado por la ciudadanía e inscripto en la habitualidad y normalidad de las rutinas democráticas.

Desde el punto de vista político, en cambio, representa un punto de inflexión en la historia reciente del país, y como tal genera altas expectativas y aprensiones. Luego de más de una década signada e incluso definida por el kirchnerismo, el próximo 10 de diciembre se iniciará un período en que quien pase a ejercer la primera magistratura argentina será alguien que no llevará el apellido que designa a ese sector. Y su identidad se definirá el 25 de octubre.

Este “fin de ciclo” que -en mayor o menor medida- operará cualquiera sea el resultado, y aún cuando un eventual triunfo del candidato oficialista permita la supervivencia e incluso habilite la injerencia de los cuadros del grupo hoy gobernante en el futuro, registra como dato ineludible: la clausura del predominio absoluto del tándem compuesto por el extinto Néstor Kirchner y su viuda Cristina; lo que resulta sustantivo en un sistema tan marcadamente presidencialista y teñido por el personalismo como es el argentino.

Pero además, la otra novedad en términos relativos está dada por la inexistencia de un resultado previamente “cantado” por las proyecciones electorales. Si bien uno de los candidatos registra una provisoria ventaja, ésto no enerva la probabilidad de un escenario de segunda vuelta, sobre cuya definición también campea la incertidumbre.

En este contexto, la regularidad y transparencia del proceso se vuelve una necesidad rigurosa y apremiante. No sólo por el riesgo de que el sector gobernante incurra en prácticas reñidas con esos atributos, sino también por la extrema sensibilización de los opositores ante cualquier acto o dato que pueda dar pie a alguna sospecha.

Está claro que en ese ánimo es muy difícil llevar a buen término un comicio, con triunfadores y perdedores claramente consignados y dispuestos a asumir sus respectivos roles, en irrestricto respeto a la voluntad de las mayorías ciudadanas. En todo caso, el requisito fundacional es que la expresión de tales mayorías emerja indubitablemente del escrutinio.

Los despropósitos de la elección tucumana parecen haber funcionado tanto como una clara señal de alerta al respecto, como de caja de resonancia para las inquietudes que alientan quienes no están alineados con el gobierno. A partir de allí, y más allá de algunas propuestas más bien aventuradas -como las de cambiar el mecanismo sobre la marcha-, surgió una serie de medidas que hoy mismo representantes de todos los partidos discuten en la Cámara Electoral Nacional.

Argentina tiene la oportunidad de comenzar a superar un período signado por el enfrentamiento y la crispación; la vocación de diálogo exhibida por todos los candidatos -más allá de las lógicas desconfianzas y esperables discrepancias- es un buen indicador en tal sentido. Poder llevar adelante un proceso eleccionario que no asuma ribetes escandalosos, con resultados que puedan ser asumidos sin inconvenientes por unos y otros, y con un trámite que avale las expectativas depositadas por la comunidad con cada uno de los sufragios, sería el mejor aporte que el sector político podría hacer a una futura etapa de consolidación de la república, asentada sobre bases genuinas de convivencia democrática.

Los despropósitos de la elección tucumana parecen haber funcionado como una clara señal de alerta al respecto y caja de resonancia de todas las inquietudes.