El lugar del espectador

El lugar del espectador

“Un bar en el Folies-Bergère”, de Edouard Manet.

 

Por Raúl Fedele

“La pintura de Manet”, de Michel Foucault. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2015.

La tesis de esta conferencia de Foucault es que Manet inicia la gran revolución de la pintura moderna, no sólo como precursor del impresionismo sino de toda la pintura contemporánea. Sería, pues, Manet, quien, por lo menos desde el Renacimiento, se permitió por primera vez utilizar y jugar con “las propiedades materiales del espacio sobre el cual pintaba”. Quizás sea esta tesis, grandilocuente y cuanto menos discutible (grandes teóricos del arte sitúan ese momento clave en otras fechas y creadores; quizás el que lleva las de ganar por coincidencia y seriedad de los argumentos sea Cézanne, para no mencionar al lugar común de quienes se llenan la boca repitiendo como loros los dos únicos nombres que parecen conocer de la historia del arte: “Duchamp Duchamp” o “Warhol Warhol”). En verdad el análisis de Manet que realiza Foucault, interesante en sí mismo, no necesitaba para desplegarse de tanto inicio sentencioso.

Ese análisis, sustentado en 13 reproducciones de pinturas de Manet, se concentra en señalar el uso que el pintor hace de las propiedades y limitaciones materiales de la tela, que era tradición ocultar y enmascarar, manifestando así el cuadro-objeto, el cuadro como materialidad.

Tres ejes dirigirán ese análisis: el tratamiento que Manet aplicó al espacio de la tela (el uso de sus cualidades y de su superficie); la iluminación (que para Manet será la luz exterior real, desconociendo la instaurada concepción de explicitar la fuente de luz que da vida a la representación, con Caravaggio o Vermeer como paradigmas) y, finalmente, el papel que el espectador juega frente al cuadro.

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“El balcón”, de Edouard Manet, una de las pinturas analizadas por Foucault.

Será este tercer punto el más interesante y problemático, tanto que, con buen tino, en esta edición de la conferencia de Foucault se incluye un breve y esclarecedor ensayo del belga Thierry de Duve, sobre cómo se construyó Un bar en el Folies-Bergère, la gran pintura testamento que Manet pintaría en 1881-1882. Un cuadro cuya extrañeza estriba en la ubicación del reflejo de la muchacha del bar en el espejo detrás de ella. Hay una distorsión evidente, ya que para tener el reflejo de la muchacha tal como aparece en el espejo, el pintor (y el espectador) no deberían situarse frente a ella sino desplazarse a un lado. La otra extrañeza parte del personaje cuyo reflejo aparece en el extremo superior derecho del espejo: tal como se presenta en ese reflejo, el hombre está conversando muy cerca de la muchacha. Foucault especula sobre las posibles soluciones a estos dilemas, y deduce que estas incompatibilidades fueron queridas por Manet para poner en crisis la representación clásica e inventar “el cuadro-objeto, la pintura-objeto, y ésa era sin duda la condición fundamental para que un día, finalmente, nos deshiciéramos de la propia representación y dejáramos jugar el espacio con sus propiedades puras y simples, sus propiedades materiales mismas”.

Pero, como decíamos, en el apéndice de este libro, Thierry de Duve nos describe cómo fue realmente concebida esa pintura de Manet. Reverencial y educadamente, De Duve se refiere a Foucault y a su conferencia, pero no puede dejar de anotar que se equivoca en su análisis, así como se equivocó, dice, en la “construcción de Las Meninas”, acotando que esto “no mengua en nada la pertinencia de su lectura filosófica”, en referencia al celebrado capítulo de Las palabras y las cosas dedicado a la pintura de Velázquez.

A través de gráficos y estudios de los pentimentos rastreables en la pintura de Manet, De Duve revela la oblicuidad del espejo, pivoteado hasta el ángulo necesario para presentar el reflejo de la muchacha y su interlocutor donde están finalmente.

Con similar reverencia y educación De Duve impugna la “perversión” que Foucault adscribe a Manet y a sus distorsiones: “Creo que no se trata de perversidad sino de otra cosa: de la combinación muy singular, en un artista, del deseo apasionado de ser reconocido y la incapacidad visceral de ofrecer un sacrificio a la exigencia de inteligibilidad del público con el fin de serlo, si esa exigencia lo rebaja”.

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Variación de “El balcón”, con ataúdes en el lugar de los personajes, por René Magritte.