Hija de mi madre

La nota

Retrato familiar. Silvia Villaggi con Agustina y María Vittori.

 

TEXTO. MARÍA VITTORI.

Silvia Villaggi de Vittori. Ese era el nombre de mi madre. Entró a trabajar como directora de este diario cuando yo aún cursaba el secundario. Mi abuelo, José Luis, se jubilaba, alguien debía reemplazarlo y mis hermanos y yo éramos muy chicos para hacerlo.

Fue así como mamá, cumpliendo con el mandato familiar, tuvo que abandonar una profesión que amaba y su vida como la conocía para embarcarse en la aventura de conducir una redacción.

Recuerdo que sus primeros días en el diario no fueron sencillos. La redacción de El Litoral debe ser una de las más numerosas, sólidas y profesionales de la región. Y ese profesionalismo de los periodistas es el mismo que exigen a la hora de brindar respeto a quienes los dirigen.

Mamá no era periodista y eso le jugaba en contra, pero sí era una luchadora. No nació en una familia acomodada y cada logro académico y laboral que obtuvo requirió mucho sacrificio y disciplina de su parte. De modo que a los pocos días decidió dejar la amargura de lado y se puso a trabajar, escribir y estudiar periodismo como una maniática.

La recuerdo levantándose cuando aún era de noche para leer los diarios; o escribir, ir al diario y volver a casa a estudiar, leer y escribir nuevamente.

En poco tiempo se hizo su lugar y adquirió confianza. El sólo hecho de prepararse para ir al diario ya le pintaba una sonrisa en la cara, se enamoró de su trabajo y también de “su redacción”.

Siempre tuvo en claro que el lugar que ocupaba era un privilegio al que pocos acceden; sin embargo jamás lo vio como un pretexto para sentirse más que nadie. Al contrario, se entendía parte de un gran equipo, trabajaba a la par de los periodistas, mantenía siempre su humildad y hablaba de los “chicos de la redacción” con un orgullo y una admiración que provocaban celos hasta en sus propios hijos.

Sus horas en el diario eran parte de los momentos más felices de su jornada y le dedicó sus últimos años con compromiso y dedicación absoluta. No obstante, ni una sola vez dejó de almorzar y cenar con su familia ni descuidó a sus seres queridos. Así era mi madre.

En 2009 mamá empezó a tener problemas de salud que derivaron en una cirugía cardiaca programada en 2011. Como a muchos les pasa, lamentablemente confió en el médico equivocado. No sólo fue doloroso perderla, sino que las circunstancias que rodearon su partida fueron brutales para todos nosotros.

Esto sucedió hace ya cuatro años, un 10 de octubre de 2011. Y a pesar del paso del tiempo no hay día en que no la llore. Todas las mañanas abro los ojos y por unos minutos siento que todo fue una pesadilla. Me quedo quieta, esperando verla con sus mates, su perro y sus diarios. Lo deseo con cada fibra de mi corazón... Luego todo se diluye y vuelvo a prepararme para una vida sin ella.

Se fue en lo mejor de nuestra relación, esa edad en la que tu madre deja de retarte por los hombres que elegís y exigirte perfección en lo que hacés, y empieza a ser esa compañera con la que tratás a otro nivel.

El 13 de enero de 2012, a las 10 de la mañana, entré a su oficina por primera vez desde nuestra tragedia familiar. Hacerlo fue perderla nuevamente, el dolor fue tan punzante como el del instante en que escuché ese parte médico que me cambiaría para siempre. Algo que destroza el alma en mil pedazos.

Me senté en su silla -que sentía inmensa- y entre lágrimas miré su oficina. Cada detalle de ese lugar era un golpe, verla sonriendo en fotos y saber que no volvería a escuchar su risa, ver papeles escritos de su puño con tareas que para siempre quedarían pendientes... Es impresionante cómo la muerte magnifica algunas cosas y extirpa otras. Todo estaba como lo había dejado, confiando en que en pocos días volvería a trabajar. Dentro de esas cuatro paredes el mundo se desplomaba sin piedad, pero de la puerta hacia afuera parecía inalterable. Recuerdo que pensé en la crueldad de que todo siguiera como si nada, en que alguien se siente en tu silla, te reemplace, y todo continúe su rumbo establecido. Qué insignificantes somos.

Pero de a poco, cada una de las personas que trabajó con mamá se acercó para demostrarme lo contrario: que no todo da igual y que existen pérdidas que provocan daños igualmente profundos fuera de los lazos más íntimos.

Los chicos de su redacción, esa que ella tanto amaba, se acercaban llorando o contando anécdotas sobre mami. Todos tenían algún recuerdo lindo, en todos había dejado una huella hermosa. El cariño y la delicadeza con que me trataron desde el primer día son impagables.

Esa fue una de las herencias más valiosas que me dejó mi madre, la calidad humana de todas estas personas. Sin saberlo, me dieron el mejor de los regalos: un fragmento de su vida que hasta entonces desconocía.

Y cada día que la sobrevivo es una nueva oportunidad de descubrirla. Lo más sorprendente fue realizar una nota en barrio Liceo Norte y enterarme de casualidad su fundamental aporte en un comedor comunitario que atiende a cientos de chicos y lo agradecidas que estaban esas personas con ella. Mi mamá, esa mujer de una grandeza tan discreta.

Cuando llega el momento del año de hacer el especial del Día de la Madre, todo mi cuerpo lo rechaza. Quienes perdemos a un ser querido, en fechas como estas nos volvemos resentidos espectadores de quienes aún sí cuentan con esas personas y sin embargo las dan por sentadas, como si fuésemos a existir por siempre.

¿Cómo aceptar que ya no esté quien todavía tenía lo mejor por delante? ¿Cómo hacer un duelo correctamente? ¿Cómo pasar estas fechas cuando no tenés a quién agasajar? Aún no lo sé. Quizás (y en contra de todas las propuestas de cerrar, soltar, mirar hacia delante, psicoanalizar) simplemente tengamos que aceptar que no somos superhombres y que no todo puede ser reparado. Tal vez algunas heridas estén destinadas a permanecer abiertas y su finalidad sea convertirse en esas respuestas que buscamos con tanta desesperación.

Hace unos meses, comprendí que es posible mantener viva de alguna manera a mi madre, y es reforzando todo lo que de ella hay en mí. Cada una de sus enseñanzas, sus valores, su humildad, su forma de manejarse, su valentía y entereza ante cada desilusión que afrontó, forman parte de lo que dejó en mí.

Y es que al final, todos somos hijos de nuestras madres, en nosotros habita y respira parte de ellas. Y quizás la mejor forma de rendirles homenaje sea esa: procurar que nada ni nadie nos arrebate lo que con tanto amor nos transmitieron en cada instante de sus vidas.