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Una nueva genealogía de los derechos humanos

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Por Nilda Somer

Basta considerar el uso reductivo, faccioso y mercenario que pudo adquirir el concepto, la práctica y la burocracia de los Derechos Humanos en los últimos años en la Argentina, para llegar a la conclusión que es imprescindible cuanto antes reconsiderar sus verdaderos principios y no dejar que el desprestigio arrase con su profunda y loable fundamentación real. La Unsam (Universidad Nacional de General San Martín) juntamente con Jorge Baudino Ediciones, acaban de publicar La sacralidad de la persona, un ensayo en el que Hans Joas busca establecer una nueva genealogía de los derechos humanos.

Joas parte de la experiencia histórica (la revolución francesa, la revolución estadounidense, la influencia del racionalismo occidental) para estudiar la génesis del concepto y la desaparición gradual de la tortura en la Justicia Penal europea (considerada tradicionalmente como un instrumento legítimo de indagatoria) y de la pena de muerte a partir del siglo XVIII, cuando ocurre un cambio fundamental en la cultura penal europea. Desde luego, no fue un cambio repentino ni inocente. La disminución de la importancia del cuerpo como objeto de castigo fue suplantado por la aparición de “la conducta” y el “espíritu” del condenado como puntos de ataque, según la conocida tesis de Michel Foucault en Vigilar y castigar, tesis a las que Joas plantea varias objeciones, sosteniendo finalmente que “más la inclusión que el disciplinamiento es lo que nos suministra la clave para la comprensión de las modificaciones producidas en el siglo XVIII”.

Una perspectiva más que enaltecedora, pues “las reformas del derecho penal y de la praxis penal, como por ejemplo, el surgimiento de los derechos del hombre a finales del siglo XVIII, son expresiones de un profundo desplazamiento cultural, por el cual la persona se convierte en objeto sagrado. El primero que reflexionó sobre esta idea fue el gran sociólogo francés Émile Durkheim”. Fue a propósito del caso Dreyfus (1898), que Durkheim estableció que la “religión de la modernidad” debe ser concebida sobre la base de la creencia en los derechos humanos y en la dignidad humana. “Esa persona humana, cuya definición es en cierto sentido la piedra de toque mediante la cual el bien se debe distinguir del mal, es considerada sagrada, por así decirlo, según la significación ritual de la palabra”, escribía entonces Durkheim.

Los horrores que se sucedieron en nuestro tiempo vuelven a plantear nuevos problemas y cuestiones. Pero la tesis de Joas es siempre la conductora, la idea de que el surgimiento de los derechos humanos y de la idea de la dignidad humana universal (y su concreción, por ende) estriba en un proceso de sacralización de la persona. Una sacralización fuera de toda connotación religiosa.

El tema da pie para que Joas plantee múltiples problemas filosóficos y existenciales, como el principio de alma, que a finales del siglo XIX se presentó como una quimera “cuya máxima principal es considerar precisamente aquello de lo que nada se sabe como la explicación de todo lo restante”, y que sin embargo siguió siendo considerado como una cuestión central para muchos pensadores. Para Joas, la significación de “alma” es mucho más rica de lo que pragmáticos y materialistas interpretaron. En práctica, la convención fue derivar el concepto de alma en el concepto del “yo”.

Otro problema clave que se plantea es el de la vida tomada como “mera existencia” o, como interpreta la tradición judeocristiana, un “don”, no un puro hecho ocasional, un estar arrojado accidental, sino una gracia que lleva a una sacralización universal de la persona, de cada persona, de cada individuo.

Joas busca, pues, una nueva genealogía positiva de los derechos humanos en cuanto apelaciones que, surgidas de las vivencias profundas de las personas, las convocan radicalmente y alcanzan así una validez supratemporal.