DIGO YO

ACTO ESCOLAR

ACTO  ESCOLAR
 

Natalia Pandolfo

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Mami pica en punta, hace foco en una butaca y la hace suya en ese momento, avanza por el pasillo alfombrado lidiando con los tacos y la cartera y los niñitos, corre sin correr, mira a un lado y al otro tratando de vislumbrar a quien osare competir por el lugar, llega raudamente a la meta y apoya sus sentaderas con un desbordante sabor a triunfo. Luego apoya los traseros de su prole y distribuye cartera y camperitas en los asientos que necesita reservar para la tía, el abuelo y la madrina. Se acuerda del marido que quedó boyando por la ciudad en busca de estacionamiento, saca el estuche de lentes del bolso y tilda la cuarta silla.

Con un tissue se seca delicadamente la transpiración, se acomoda el pelo, vuelve a su lugar los collares, endereza las pulseras. Inhala, exhala. Hora de capturar el momento. Pela el celular.

Cual ametralladora dispara disparatada, aquí y allá, posen chicos, sonrían, después una selfie para que las amigas vean dónde está, luego apunta al escenario vacío, mide márgenes, prueba el flash.

Revisa la batería, manda mensajes al marido perdido, pone en silencio el celular, no vaya a pasar lo de la otra vez, que un Daddy Yankee le explotó en medio del concierto cual granada en mano.

Faltan quince minutos. Transpira, respira agitada, se abanica con el programa, hiperventila. Dónde se habrá metido Juan. Estira el cogote a su máxima potencia, vuelve, estira hacia el otro lado. Ve de refilón a la madrina y salta del asiento, hace señas con los brazos como náufrago que avizora una sombra en el mar, conecta miradas, se calma. Charlan un rato y vuelta al ruedo: cogote a izquierda y a derecha, barrido de la sala con la vista. Los chicos pelean, se pellizcan, dan vueltas carnero en el asiento. Vuela algún chirlo disimulado y fugaz, lo suficientemente potente como para que capten el mensaje.

Faltan cinco minutos, llega la tía y trae arrastrando consigo al abuelo. Ocupan las butacas que sufrían la amenaza de esos seres flemáticos que llegan cinco minutos antes y pretenden sentarse primeros.

Falta un minuto. Dónde fue a estacionar este hombre, siempre lo mismo. El gobierno de la ciudad da la bienvenida (ella se conmueve, siempre pensó que vivía en un municipio). El murmullo es ensordecedor. Un mar de papis y mamis transpiran ansiedad a raudales y compiten por el mejor lugar la mejor foto la mejor vista lo mejor de lo más mejor de lo primero y lo primerísimo.

Las luces bajan, el estado de excitación general es incontenible, sube el telón. El celular saca fotos a lo pavote. Ve a su nena, larga el celular, aplaude rabiosa, vuelve a agarrarlo, sigue disparando indiscriminadamente.

Llega Juan, su paso parsimonioso, se sienta, sonríe. Ella le envidia la calma: si alguna vez ella pudiera relajarse porque él ya se hizo cargo de todo.

De repente siente un ataque de ansiedad irrefrenable y sale eyectada de la silla. Escucha protestas: se hace la que no. Se acerca al escenario, se aposta cual soldado en la trinchera y sigue disparando, enajenada. Son varios los que aprovecharon el caos generalizado y se parapetaron al pie de las tablas, obviando los pedidos previos de calma, conmiseración y cordura por parte de los docentes. Que dieran el ejemplo les habían pedido, también.

Los codos son armas letales, cada quien pelea por su lugarcito, por un mejor enfoque, por estar más cerca. Son tres minutos y medio de estratagema. La participación termina, mami vuelve a su lugar exhausta, el maquillaje corrido, su ropa hecha harapos, los pelos como un carancho. Recuento de daños: se le rompieron las medias y perdió un zapato -además de la dignidad. Ahora hay que ver qué tal salieron las fotos. Los hijos la miran. Papi suspira.