Digo Yo

Anima

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Natalia Pandolfo

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Hubo una vez un viejo que se sintió orgulloso de ser viejo. Orgulloso: como un pavo real que mira todo desde su peldaño de colores. Que vio, día tras día, como quien descubre frente al espejo lo inevitable, cómo empezaba a transitar un hilo de canas entre sus cabellos, para convertirse en caudaloso río. Que vio cómo la piel se surcaba de arrugas y se transformaba en terreno fértil para las caricias de una mano pequeña. Que disfrutó del tiempo, de cada segundo, como quien se emborracha o como quien se deja hamacar.

Hubo una vez un viejo que pudo tomarse su tiempo para pensar: no se sentía identificado con la palabra viejo, aunque todos la insinuaban a su alrededor. Está viejo, decían. Ya es viejo. Tuvo tiempo de pensarlo y de acomodarse a esa palabra como el actor que se ciñe a un traje que no es de su talle, pero que debe calzarse para salir a escena. Hasta que, finalmente, fatalmente, se acostumbra.

Un viejo que llegó a viejo y que para llegar dio pasos. Dejar de trabajar, por ejemplo. Soltarse las ataduras del reloj que liga los cuerpos jóvenes a una rutina, a una estructura. Quitarse los sacrificios, doblarlos y ordenarlos con fervor en el cajón de las cosas que quedan guardadas para siempre.

Hubo un viejo que pudo desligarse de los trámites, de los códigos que no entendía porque no habían sido pensados para él, de las colas en un cajero automático que habla en japonés, de las recetas médicas que lo hacían girar como un trompo alocado entre oficinas de gente más o menos desagradable, de los papelitos tras los cuales recorría farmacias y pedía precios como un mendigo.

Hubo un viejo que se pudo olvidar del dinero. No tenía, en sus últimos años —eran, claro, sus últimos años; lo sabía, para qué negarlo frente al espejo que no perdona, que muestra con crueldad cada nueva reliquia- no tenía, en sus últimos años, la necesidad de perder tiempo en un detalle tan nimio. No necesitaba trabajar: ya lo había hecho, tanto que los brazos y las piernas le dolían como a un animal herido.

El tiempo era su tesoro, y lo distribuía como un millonario que regala fajos al viento. Un poco para él, para leer y para viajar, sus dos muletas infaltables. Para mirar de reojo a la palabra viejo y putearla, y a veces reconciliarse con ella y recostarse a su lado mansamente. Otro poco para los hijos: para regalarles consejos y palabras que valieran la pena, que significaran. Otro para los nietos: para llevarlos a la plaza del barrio y hacerlos andar en bicicleta y reírse de las caras de las nueras al volver a casa tarde y pegoteados de dulces.

Hubo un viejo que saltó el puente de lo mundano y pudo dedicar sus días de viejo a construir otros puentes, invisibles y más fuertes. Dicen que aún anda por ahí, repartiendo sus ilusiones de mago viejo entre los que hacen las colas eternas, entre los que tienen que seguir pateando la calle, entre los que hacen la cola de ese armatoste que a veces tira billetes y a veces no —nunca se sabe bien por qué-, entre los que esperan que alguien los atienda dignamente. Dicen que su ánima circula entre ellos para darles ánimo.