Crónicas de la historia

El golpe de Estado del 29 de marzo de 1962

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El presidente Arturo Frondizi fue derrocado por los militares el 29 de marzo de 1962, once días después de las elecciones nacionales, ocasión en la que los candidatos del peronismo ganaron en diez de las catorce provincias, entre las que se incluía, en primer lugar, Buenos Aires, donde la fórmula encabezada por el dirigente textil, Andrés Framini, había puesto los pelos de punta a jefes militares que se suponían custodios permanentes de los valores de la Revolución Libertadora.

La junta militar estaba integrada entonces por el general Raúl Alejandro Poggi, el almirante Agustín Ricardo Penas y el brigadier Cayo Antonio Alsina. Los militares exigieron horas antes que el presidente renuncie, reclamo que Frondizi rechazó con su célebre frase: “No renunciaré, no me suicidaré ni me iré del país”. Ese mismo 29 de marzo, a las siete y media de la mañana el presidente “custodiado” por el jefe de la Casa Militar fue trasladado en condición de detenido a la Isla Martín García, perpetrándose así el cuarto golpe de Estado, una lamentable saga iniciada el 6 de septiembre de 1930 con el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen. Como luego Frondizi se encargaría muy bien de recordar, a ambos les tocaría compartir el destino de presidiarios en la isla Martín García.

Es probable que los militares no hayan evaluado las consecuencias políticas y jurídicas de esa negativa de Frondizi a renunciar. O si la evaluaron no se la tomaron demasiado en serio. Confiados en su poder, particularmente el poder derivado de las armas, deben de haber supuesto que se trataba de una formalidad propia de abogados y políticos leguleyos a la que no convenía prestar demasiada importancia.

Lo cierto es que por un motivo o por otro dejaron pasar el 29 de marzo sin asumir el poder. Puede que durante esas horas se hayan dedicado a fregotear internamente o a distraerse con brindis para celebrar la hazaña de asaltar una vez más las instituciones con una declaración en la que aseguraban que promover el alejamiento del presidente significaba salvar a la Constitución asediada por subversivos y totalitarios, léase, izquierdistas y peronistas.

El 30 de marzo amaneció tranquilo. El general Poggi marchó ufano a la Casa Rosada para asumir el poder que, según él, le correspondía por derecho propio. Fue allí donde se enteró para su asombro que a la misma hora y en el salón de la Corte Suprema, institución presidida por Julio Oyhanarte, el senador de la Ucri y presidente de la Cámara de Senadores, José María Guido, era consagrado presidente de la Nación.

La sorpresa de Poggi y de sus camaradas de armas debe de haber sido enorme. El honorable golpe de Estado derivaba en una inesperada novedad. Un civil, un despreciable civil, se hacía cargo de la presidencia de la Nación. Según los trascendidos, el episodio dio lugar a una serie de acontecimientos algo grotescos, algo ridículos. Militares recorriendo furiosos las oficinas de la Casa Rosada buscando a los responsables de este incalificable desacato. Poggi, desencajado, por lo que consideraba un despojo. A más de un entorchado se le habrá ocurrido ir al Palacio de la Corte y meter presos a los que se habían atrevido a semejante insubordinación, justamente a ellos que se consideraban los salvadores de la patria y los custodios de la moral y las buenas costumbres. Una vez más -deben de haber pensado- los astutos políticos, los astutos y maniobreros políticos, los enredaban con sus trapisondas y camándulas.

Ironías al margen, nunca hasta entonces la Argentina se pareció tanto a una republiqueta bananera. Reuniones apresuradas, voces de mando, portazos y algún que otro insulto. Las novedades, a los militares, lo que rompe la rutina planificada, siempre los descoloca, pero en este caso el anonadamiento debe de haber sido absoluto.

Julio Oyhanarte explicó luego que se limitó a actuar conforme a derecho. Si Frondizi había dejado el poder por la fuerza, correspondía aplicar la Ley 252, la norma que reglamentaba la condición de acefalía. En esas circunstancias, “resultaba evidente” que la presidencia de la Nación le correspondía a José María Guido quien encabezaba la línea sucesoria luego de la renuncia del vicepresidente Alejando Gómez. Una vez más -dirá luego un historiador- el “maquiavelismo” de Frondizi producía sus resultados.

Sin duda que, en lo personal, el general Poggi perdió la ocasión de ingresar a la historia como presidente, de facto, aunque a decir verdad, no era ésa una causal que le hiciera perder el sueño a los generales de entonces. Esas originales circunstancias dieron lugar a que algunos juristas vieran que el 29 de marzo fue un golpe de Estado a medias por dos motivos: porque contó con el apoyo de los partidos opositores y porque no lo sucedió un dictador militar, sino un civil que, dicho sea de paso, contaba con los atributos legales en regla para asumir la presidencia de la Nación.

Los militares perdieron la ocasión de instalar a un camarada de armas en la Casa Rosada, pero, ¿perdieron el control de la situación? Para nada. Si bien aceptaron la “maniobra” de Oyhanarte, se ocuparon de recordar muy bien dónde residía el poder real. En la primera reunión con los militares, le exigen a Guido que anule definitivamente las elecciones ganadas por el peronismo, clausure el Congreso de la Nación, proscriba definitivamente al peronismo (con Perón o sin Perón) y convoque para la cartera de Economía a Federico Pinedo, José Alfredo Martínez de Hoz y Álvaro Alsogaray.

Guido aceptó todos estos planeos, seguramente porque no tenía otra alternativa, pero lo que corresponde preguntarse en este caso es si la presencia de un civil, calificado por los políticos opositores como un verdadero títere de las Fuerzas Armadas, le quitaba al nuevo poder la condición de dictadura. El tema merece debatirse. La junta militar que derrocó a Frondizi aspiraba luego de una breve transición a quedarse con el poder absoluto. No fue así por el momento. Como se sabe, apenas asumido como presidente Guido debió enfrentar dos o tres problemas graves: la disputa armada entre militares azules y colorados, la crisis económica y las insistentes presiones para una salida política, proscriptiva para el peronismo, pero salida política al fin.

El conflicto entre azules y colorados se resolverá a favor de los azules; la crisis económica se los llevará puesto a Pinedo y Martínez de Hoz, y en julio de 1963, habrá elecciones nacionales con el peronismo proscripto, ocasión en la que será electo Arturo Illia, quien será derrocado en junio de 1966 por un poder militar que ahora sí asumirá la plenitud del poder en nombre de la Revolución Argentina.

¿Era evitable el golpe de Estado contra Frondizi? Tal como se presentaron los hechos, parecería que no. Desde que asumió el poder en 1958 los militares le declararon la guerra. Más de treinta planteos castrenses dan cuenta de esa animosidad por parte de unas Fuerzas Armadas que se creían la reserva moral de la Nación y los titulares del poder. Frondizi, cuando era interpelado por sus supuestas concesiones sostenía que la pregunta adecuada a hacerse no era ésa sino si debía asumir el poder en esas circunstancias.

Las elecciones del 18 de marzo fueron la gota que derramó el vaso. Los militares no estaban dispuestos a soportar el regreso del peronismo y actuaron en consecuencia. Supongo que si no hubiera habido otras elecciones los entorchados se las habrían arreglado para dar el golpe de Estado. Como se dice en estos casos, estaba en su naturaleza.

Recordemos que conocidos los resultados electorales y previendo la tormenta política que se desataba, el 21 de marzo Frondizi anuló las elecciones y dos días después convoca para su gabinete al economista José Whebbe y Rodolfo Martínez, considerado por Mariano Grondona como su maestro político. En el camino, el gobierno admitió que el general Pedro Eugenio Aramburu había hecho gestiones para arribar a un acuerdo institucional.

Dos días después, Aramburu le escribe a Frondizi: “Doctor, he agotado la gestión y todo se hará respetuosamente dentro del orden constitucional, pero usted debe renunciar”. Todo estaba dicho.

por Rogelio Alaniz

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Ironías al margen, nunca hasta entonces la Argentina se pareció tanto a una republiqueta bananera. Reuniones apresuradas, voces de mando, portazos y algún que otro insulto.