Mariquita Sánchez de Thompson (2)

Larga lucha en defensa de sus sentimientos

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Martín Thompson. Personaje desabrido, de carrera mediocre, que sin embargo se jugó a fondo por el amor de Mariquita. Foto: Archivo

 

Como dijimos en la nota anterior, Martín Thompson había quedado solo y desamparado. En su ayuda vino don Martín José de Altolaguirre, prestigioso funcionario colonial jubilado e importante agricultor, quien se hizo cargo del muchacho como tutor. Lo hizo estudiar en el prestigioso Real Colegio de San Carlos, donde no mostró inclinaciones hacia la función pública ni la agricultura, como Altolaguirre. En cambio, manifestaba vocación para ser marino.

En 1796 inició un extenso expediente para ingresar a la Real Armada Española. A tal fin, su tutor falseó algunos datos suyos (su fecha de nacimiento, ya que estaba dos años excedido en edad para ingresar a la academia naval). Tampoco se consignaron los datos de su padre, un inglés converso, pues para incorporarse a la Armada se requería acreditar “limpieza de sangre”. Es decir, estar libre de antecedentes moros, judíos, negros, herejes, mulatos, conversos y “alguna otra raza que cause infamia en los nacimientos”.

Martín fue admitido como aspirante en la Escuela de Guardiamarinas del Ferrol (en La Coruña, Galicia), donde según su foja de calificaciones tenía “poca aplicación, mediano talento y buena conducta”. No bien egresó como guardiamarina, en 1801, regresó a Buenos Aires, donde pasó a revistar como ayudante de la división de cañoneras del puerto.

Un romance contra viento y marea

Pareciera que para entonces, a sus veinticuatro años, comenzó su romance con Mariquita. Ambos compartían los mismos bisabuelos: Francisco de Cárdenas y Catalina Rendón y Lariz. Al principio ambos creyeron que por ese parentesco, los padres de la novia aprobarían su unión. Se equivocaron. Dos meses después de empezar a frecuentarse, Martín fue desairado por sus tíos, y se le prohibió que se acercara a su prima. Don Cecilio diría que sólo se trataba de “caprichos juveniles”. Mariquita se rebeló contra sus padres en vano. Sin importarles este inconveniente, los jóvenes se veían, en secreto, en el atrio de las iglesias, o donde diera la ocasión. Martín hasta se disfrazaba de aguatero para verla en su casa.

No obstante ello, en cada oportunidad que podía, Martín se escabullía, y con la complicidad de la servidumbre de Mariquita conseguía ver a su amada. Es más, hasta llegó a comprometerse en secreto con ella. Enterado don Cecilio de que sus órdenes eran burladas, confinó a su hija, primero a una quinta familiar de San Isidro, adonde igual Martín la iba a visitar disfrazado de horticultor, de mendigo, de paisano, gaucho o pescador. Al punto de que don Cecilio logró que el virrey Joaquín del Pino lo trasladase a la estación naval de Montevideo.

El derecho vigente daba la razón a los padres de Mariquita. La Real Pragmática sobre Hijos de Familia, vigente desde 1778 en el Imperio Español permitía a los hijos de “blancos” menores de 25 años casarse únicamente con el consentimiento de sus padres o tutores. Don Cecilio creyó, entonces, oportuno, apurar la boda entre Mariquita y el maduro don Diego del Arco. A tal fin se programaron los esponsales entre los futuros contrayentes, donde se pactaba lo que cada contrayente aportaba al matrimonio y demás convenciones matrimoniales. Mariquita, al enterarse, le escribió a Martín: “Seré suya o de nadie”.

Desesperado, Martín le avisó al virrey del Pino que Mariquita iba a ser obligada a cometer perjurio, pues ya se encontraba comprometida con él bajo juramento. Y le pidió “por la salud del alma de su amada” que evitara el delito que le obligaban a cometer. Conmovido, el virrey accedió. El día de la ceremonia, Mariquita se las arregló para demorar el acto hasta la llegada de emisarios del virrey. Cuando los oyó entrar, ante la sorpresa de los invitados, la novia, que hasta ese momento estaba llorando a escondidas en su habitación, bajó al salón y le dijo al oficial del virrey: “Yo no puedo casarme; pues estoy prometida a otro hombre”. Sus palabras cayeron como un pesado telón encima de todos los concurrentes, y el capitán del Arco, humillado, se retiró de la casa de los Sánchez a la que nunca más volvería.

Reclusión de Mariquita y muerte de su padre

Después del escándalo, don Cecilio recluyó a su hija en la Casa de Ejercicios Espirituales, lugar en el que se internaba a las mujeres díscolas, a las hijas descarriadas y a las esposas infieles. También movió sus influencias para que trasladaran a Martín a Cádiz. Poco tiempo después, en 1802, murió, según parece a causa del disgusto ocasionado por la conducta de su hija. Pero Mariquita jamás sintió remordimiento por su determinación. Muerto el padre, doña Magdalena continuó con la tesitura de su difunto marido.

Cansada de esperar a que su madre recapacitara, dos años después, cuando ya tenía dieciocho, Mariquita, amparada en una disposición del antiguo derecho español que facultaba a cualquier joven a iniciar “juicio de disenso” para que el rey evitara que fuera casada contra su voluntad, le solicitó al nuevo virrey, el marqués Rafael de Sobremonte, que la autorizara a casarse con su primo Martín, quien acababa de regresar de Cádiz.

Escribió Mariquita al virrey en una carta que le hizo llegar a través de Martín Jacobo Thompson: “Excelentísimo Señor: Ya llegado el caso de haber apurado todos los medios de dulzura que el amor y la moderación me han sugerido por espacio de tres largos años para que mi madre, cuando no su aprobación, cuanto menos su consentimiento me concediese para la realización de mis honestos como justos deseos; pero todos han sido infructuosos, pues cada día está más inflexible. Así me es preciso defender mis derechos: o Vuestra Excelencia mándeme llamar a su presencia, pero sin ser acompañada de la de mi madre, para dar mi última resolución, o siendo ésta la de casarme con mi primo, porque mi amor, mi salvación y mi reputación así lo desean y exigen, me mandará Vuestra Excelencia depositar por un sujeto de carácter para que quede en más libertad y mi primo pueda dar todos los pasos competentes para el efecto. Nuestra causa es demasiado justa, según comprendo, para que Vuestra Excelencia nos dispense justicia, protección y favor. No se atenderá a cuanto pueda yo decir en el acto del depósito, pues las lágrimas de madre quizás me hagan decir no sólo que no quiero salir, pero que ni quiero casarme...Por último, prevengo a V.E. que a ningún papel mío que no vaya por manos de mi primo dé V.E. asenso ni crédito, porque quién sabe lo que me pueden hacer que haga. Por ser ésta mi voluntad, la firmo en Buenos Aires, a 10 de julio de 1804”.

Consumación de una historia romántica de una precursora

Conmovido Sobremonte por la tenacidad de los jóvenes amantes, tan sólo diez días después, concedió a los novios el permiso por el cual contrajeron nupcias en la Iglesia de la Merced, coronando de ese modo la historia de amor más romántica de la Buenos Aires colonial.

Recordaría años después Mariquita: “El padre arreglaba todo a su voluntad. Se lo decía a su mujer y a la novia tres o cuatro días antes de hacer el casamiento; esto era muy general. Hablar de corazón a estas gentes era farsa del diablo; el casamiento era un sacramento y cosas mundanas no tenían que ver en esto, ¡Ah, jóvenes del día!, si pudiérais saber los tormentos de aquella juventud, ¡cómo sabrías apreciar la dicha que gozáis! Las pobres hijas no se habrían atrevido a hacer la menor observación; era preciso obedecer. Los padres creían que ellos sabían mejor lo que convenía a sus hijas y era perder tiempo hacerles variar de opinión. Se casaba una niña hermosa con un hombre que ni era lindo ni elegante ni fino y además que podía ser su padre, pero hombre de juicio, era lo preciso. De aquí venía que muchas jóvenes preferían hacerse religiosas que casarse contra su gusto con hombres que les inspiraban aversión más bien que amor. ¡Amor!, palabra escandalosa en una joven el amor se perseguía, el amor era mirado como depravación”.

por Juan Pablo Bustos Thames

Después del escándalo, don Cecilio recluyó a su hija en la Casa de Ejercicios Espirituales, donde se internaba a las mujeres díscolas.

Muchas jóvenes preferían hacerse religiosas que casarse contra su gusto con hombres que les inspiraban aversión más bien que amor.