Aniversario de la muerte de Joaquín Giannuzzi

Aquel “Violín Olvidado”

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Joaquín Giannuzzi era un poeta ácido y agudo, sencillo y valiente, humilde y firme. Su poesía era tan contundente como su vida. La mañana del 26 de enero de 2004 su corazón dijo basta. Estaba en la casa de unos amigos en Campo Quijano, Salta.

foto: archivo

 

Por Ricardo Miguel Fessia

Llegué algo tarde a saber de su existencia, pero la prolongación en el tiempo no es correspondiente de afinidad, reconocimiento o admiración. Recuerdo sí que por alguna noche de fines de 1984 Edgardo Russo me habló de él en esas extensas y edificantes charlas en el bar que llamábamos “La Facultad”, pero que en verdad tenía otro nombre, en la esquina sur de San Jerónimo y Bulevar. Gracias a sus oficios me hice de un ejemplar de “Violín olvidado”, recién salido de la imprenta, y quedé prendado por su poesía.

Varias veces hablamos con Edgardo de algunos de sus poemas y apenas llegaba a mi casa, con las dudas que me disparaba mi interlocutor, recurría al lugar donde estaba “el Violín” para volver a la relectura de alguno de los poemas y siempre descubría algo nuevo. Cada lectura era original, como si nunca antes los hubiese abordado.

Era un poeta que desconfiaba de los automatismos y hasta del instinto, repelía el sentimentalismo. Ajeno al lenguaje rebuscado, era directo y utilizaba los objetos más comunes con términos directos y precisos. Un descubridor, péñola en mano, de imprevistos filones de arte en la existencia cotidiana.

Su poesía está poblada de un repertorio no muy extenso de cosas que están en la vida cotidiana del hombre de la calle; un libro, un lápiz, un cenicero, una taza, una cuchara, una mesa. Otros tantos, pero siempre de esta condición y adosados al sujeto romántico en una suerte de sincretismo mágico, en un espacio físico reducido, privados de su función propia, pero admirados. En un reportaje, cuando casi toda su obra estaba conformada, dijo que “los objetos son otra de mis obsesiones. Los objetos como sustancias secretas. Son otros de los tantos enigmas. Los objetos me obsesionan por las cualidades que poseen. Hablo de su permanencia, de su inmovilidad. Y hay algo más importante que se desprende de lo dicho y es lo que más me fascina; los objetos como incapacidad de cambio. Por supuesto que hablo de los objetos como entidades independientes. Contemplarlos así. En una palabra, me fascina lo inmóvil. Y al hablar de inmovilidad no me refiero al movimiento, sino a la inmutabilidad de su congelado centro”.

De términos tan usuales hacía exquisita poesía, podía hacer un diamante con una piedra. El límite entre la prosa y la poesía en algunos trabajos se torna confuso por la cuidada sordidez en utilizar adjetivos o palabras inanes o melifluas.

Nacido en 1924 en Buenos Aires, hijo de un inmigrante italiano analfabeto que se había hecho en el oficio de marmolero, tuvo que ingresar a Ingeniería por rogatoria paterna, pero como en otros casos, fue casi como un amague para no desairar tan duramente la voluntad familiar. Su mundo era otro y se dedicó al periodismo que debió haberle hecho afinar la pluma y recorrer varios submundos. En 1952 ingresó a “Crítica” y lo derivaron a policiales, sección que lo hacía deambular por el bajo fondo para volver a la redacción y sentarse frente al teclado en medio de un ambiente de discusiones, rencillas y una pesada nube de humo de cigarrillos.

Contemporáneo del grupo Poesía Buenos Aires, de otros escritores que intentaron un surrealismo en clave local y de aquellos que trataron de remozar el lenguaje poético con el coloquialismo a principios de los sesenta, optó un camino propio, por un objetivismo simulado que pretende cubrir el vibrar de las cosas y sus vínculos.

Tempranamente adhirió al peronismo, pero desde la convicción, como se hacía en un tiempo, por lo que no gozó de las mieles del poder pero sí del arrebato de la revancha, y en consecuencia luego de la “Libertadora” estuvo alejado de las elites de la intelectualidad.

En 1958 logra un premio de la Sade por “Nuestros días mortales” y más adelante hace críticas para “La Nación” y “Clarín”. También logra que la revista “Sur” le publique colaboraciones.

Obtuvo otros premios sin que los buscara, como el del Fondo Nacional de las Artes en 1963 y 1971, el segundo lugar del Premio Nacional de Poesía de 1981 y el Premio Nacional de 1992. Sin dudas el más importante. A un amigo que se acercó para saludarlo por este galardón, le dijo por lo bajo “no está mal para el hijo de un inmigrante analfabeto, ¿eh?”. Ácido y agudo, sencillo y valiente, humilde y firme. Su poesía era tan contundente como su vida.

Como en otras oportunidades estaba descansando en el verano del 2004 en casa de unos amigos en Campo Quijano, Salta, su lugar elegido. Pero en la mañana del 26 de enero, a las 8, su corazón dijo basta. Tenía 79 años.

Tantas veces había flirteado con la muerte que ésta le tomó el lance. A fines de los sesenta había escrito: “Pero vaya qué manera de yacer / este cadáver de J. O. G. / La cosa parece de veras decisiva / y pueden creerle por tata vez.”

Entre una y otra lectura de “Violín...” fui descubriendo distintas realidades y que su textura se presta para interpretar las circunstancias más disímiles.

Hace algunos años en una mesa de ofertas de calle Corrientes, compré “Señales de una causa personal” (1977) y al rato lo estaba leyendo en un bar. Hasta donde pude llegar, me dejó dando vueltas y al terminarlo, un par de días después, la situación empeoró. La articulación de imágenes, la elaboración de conceptos, la construcción de una historia con materiales tan elementales me depositó en el mundo mágico de la poesía.

El reconocimiento le llegó tarde y poco pudo disfrutarlo, no obstante que su espíritu era de los que no se dejan lisonjear y menos era de amoscarse por ello. Promediando la década del noventa los jóvenes poetas lo rescataron, en verdad lo descubrieron, y fue tomado como objeto de culto. Poco fue lo que produjo en adelante ya que estaba trabajando en su “Obra completa” (2000) y cuando se le preguntaba cómo andaba, solía responder: “ahí, repitiéndome”. A su muerte, cuando todos creían que su pluma hacía rato descansaba en la espetera, dejó una sorpresa que como edición póstuma publicó Ediciones del Dock y se tituló “¿Hay alguien ahí?”.

La odisea de la finitud está presente en toda la obra y en algunos casos conectado directamente con el destino de sus modelos culturales: Kafka, Proust, Rimbaud, Schumman, Amy Lowel.

De “Violín...” rescato un párrafo de “Cabeza final” que lo describe: “Moldeada por las épocas / apaleada por todas las ideologías / no conoció la alegría de lo posible”.

Era un poeta que desconfiaba de los automatismos y hasta del instinto, repelía el sentimentalismo. Ajeno al lenguaje rebuscado, era directo y utilizaba los objetos más comunes con términos directos y precisos.

“Hablo de los objetos como entidades independientes. Contemplarlos así. En una palabra, me fascina lo inmóvil. Y al hablar de inmovilidad no me refiero al movimiento, sino a la inmutabilidad de su congelado centro”.