editorial

  • El domingo pasado, una multitud de brasileños salió a la calle para manifestar en contra del gobierno de Dilma Roussef, en un clima de malestar social contra los dirigentes del Partido de los Trabajadores (PT).

Brasil marcha contra la corrupción

Este domingo, multitudes salieron a la calle para reclamar la renuncia de la presidente Dilma Roussef y la condena al ex presidente Lula da Silva. La movilización popular es una manifestación más del malestar social reinante en Brasil contra los dirigentes del Partido de los Trabajadores (PT), muchos de ellos involucrados en resonantes episodios de corrupción y algunos condenados por la Justicia a largos años de prisión.

Un dato significativo se registró en estas movilizaciones: las simpatías de los manifestantes con el juez Moro, el funcionario judicial que desde hace unos cuantos meses avanza en la investigación de los escándalos ocurridos en Petrobras, la poderosa empresa petrolera brasileña colocada en el centro de las maniobras de coimas, lavado de dinero y negociados que involucran a funcionarios, empresarios y políticos principalmente del PT, pero también de otros partidos.

Los escándalos por corrupción se despliegan en un marco socio económico sumamente crítico para Brasil, una crisis que los observadores consideran como la más grave de los últimos ochenta años. En ese contexto, la estabilidad política de Roussef está en tela de juicio, una crisis que la presidente debió haber previsto porque sus manifestaciones no son nuevas, como tampoco son novedosos los reiterados episodios de corrupción en los que están involucrados los principales dirigentes de su partido.

En estos últimos días, sin ir más lejos, un fiscal reclamó la prisión preventiva para Lula da Silva. Más allá de la evaluación que nos merezca esta decisión, está claro que políticamente es en sí misma reveladora del clima existente en este país. Por su parte, el principal partido opositor, y de alguna manera, socio del oficialismo, lentamente toma distancia, un rumbo preocupante porque si este partido le quitara el apoyo a la presidente, el juicio político sería inevitable.

Para los argentinos, el comportamiento de la Justicia brasileña resulta sumamente sorprendente. Es que en nuestro país, lamentablemente, no estamos acostumbrados al accionar de una Justicia independiente que controla y juzga no sólo a funcionarios de un gobierno que dejó el poder, sino a los que están en actividad.

Por su parte, no dejan de ser significativas las protestas y requiebros de los adherentes al populismo argentino, repudiando a una Justicia acusada, según ellos, de ser cómplice de la derecha e incluso de la ultraderecha. Según los seguidores del régimen kirchnerista, Lula y Roussef son víctimas de tenaces enemigos, los mismos que los desestabilizaron en la Argentina. Idéntica imputación alcanza a quienes no votaron la reelección indefinida de Evo Morales en Bolivia, o los que salen a manifestar en las calles de las ciudades de Venezuela reclamando la renuncia del régimen presidido por el señor Maduro.

Dilma Roussef y Lula da Silva han manifestado su inocencia y no han escatimado críticas a políticos y funcionarios judiciales que pretenden juzgarlos. Ellos también afirman que son víctimas de una insidiosa campaña protagonizada por una derecha que no les perdona haber tomado medidas populares a favor de las clases sociales más postergadas. Todo esto es materia de debate; pero desde el punto de vista judicial, lo que Lula en particular debe demostrar no es si su gobierno fue bueno o malo, sino si robó o no robó.

Los escándalos por corrupción se despliegan en un marco socioeconómico sumamente crítico para Brasil, una crisis que los observadores consideran como la más grave de los últimos ochenta años.