Leandro N. Alem (III)

La fuerza del destino

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Por Rogelio Alaniz

Hay años que son decisivos en la biografía de un héroe o de un prócer, años en los que pareciera que todo lo que ese personaje fue en la vida se concentra en ese momento; son sus instantes de plenitud, cuando el hombre brilla con todo su esplendor; suele ser un brillo fugaz pero trascendente y en algunos casos ese brillo posee el encanto de lo trágico.

El año de Alem fue 1890, pero la crónica se inicia en agosto de 1889 con aquella cena brindada por un grupo de jóvenes brillantes en homenaje a Juárez Celman. La respuesta a lo que se calificó como un acto de obsecuencia al régimen se da el 1º de septiembre en el acto de jardín Florida. Allí, se dan la cita todos los opositores al régimen: católicos, mitristas, autonomistas, republicanos. Hay varios oradores, pero el héroe de la jornada es Alem.

El hombre no tiene aún cincuenta años pero está envejecido. Blanco el pelo y blanca la barba. Viste de negro, la infaltable chalina al hombro, sus movimientos son lentos, algo amanerados, como los de un compadrito. Su presencia despierta admiración y respeto. Genio y figura. Alem habla con el corazón y se dirige al corazón de sus oyentes. Convoca a las grandes causas, pero de los contenidos de esas grandes causas sólo sabemos las buenas intenciones.

El 13 de abril de 1890, se realiza en el Frontón Buenos Aires un gran acto que prepara los futuros acontecimientos. Primero usa de la palabra Bartolomé Mitre, después Barroetaveña, luego Aristóbulo del Valle, el único orador que se refiere a la crisis con números y datos. Finalmente toma la palabra Alem. Más que un discurso político es una oración laica, un decálogo de principios y normas dichas por un hombre que en esos momentos ejerce la autoridad política moral más alta de Buenos Aires. Sus palabras son emotivas. Alem habla y la gente le cree. Muy pocos políticos en 1890 disponen de ese capital.

El acto concluye con una masiva movilización hacia la Pirámide de Mayo. Se dice que desde la Casa de Gobierno, Juárez Celman, Roca y Pellegrini contemplan la manifestación. Algunos están nerviosos, otros asustados. Es mucha gente en la calle. Pellegrini, para distender el clima, dice algo que no se sabe si es una humorada o una expresión de nostalgia: “Qué lástima ser gobierno y no poder andar en esas patriadas”.

Los hechos se precipitan. Juárez Celman renuncia, y Pellegrini y Vicente Fidel López se hacen cargo del Ejecutivo. Detrás de ellos está Roca, el zorro astuto, manipulador y maniobrero. Mientras tanto, la Unión Cívica deviene Unión Cívica Nacional y Unión Cívica Radical. Allí, hay dos dirigentes que se destacan: Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen. El tío y el sobrino. Sólo hasta allí llegan las afinidades, porque en todo lo demás son diferentes. Alem, impulsivo, desbordado, pasional, colérico; Yrigoyen, frío, calculador, intrigante, discreto.

Alem nunca oculta lo que piensa. “Soy intransigente con el vicio y la corrupción, y radical en cuestiones de honradez y carácter. Yo sostengo y sostendré siempre la política de los principios. Caiga o no caiga nunca transaré con el hecho, nunca transaré con la fuerza, nunca transaré con la inmoralidad”.

El 15 de agosto de 1891, la UCR proclama la fórmula integrada por Bernardo de Irigoyen y Juan Garro. Roca, por su parte, no deja de maniobrar. Bloquea la candidatura de Roque Sáenz Peña, demasiado reformista para su gusto, y proclama al padre de Roque, Luis Sáenz Peña, el viejo crápula, como le dirá Nicasio Oroño.

Los radicales salen a las provincias para hacer conocer sus verdades. Alem viaja, habla en todas las tribunas, discute, escribe manifiestos. Casi no duerme y casi no come. La compensación de tantos esfuerzos es el cariño de la multitud. Para 1892, Alem es el político más popular de la Argentina. En las estaciones de trenes, en los hoteles, en las plazas públicas, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, se atropellan para saludarlo.

La leyenda supera al personaje. Se dice que es poeta, se dice que sufre penas de amor, se dice que nadie maneja el revólver y el puñal como él; se dice que su palabra vale más que cualquier documento; se dice que es un santo o un ángel. En una ciudad del norte, una mujer se acerca a él acompañada por sus tres hijos, tres muchachones de mediana edad: “Son para usted don Leandro, para morir por usted y por la Unión Cívica Radical”.

Los comicios están previstos para el 10 de abril, pero una semana antes, Roca organiza una razzia y los principales dirigentes opositores, con Alem a la cabeza, van a la cárcel. Luego se realizan las elecciones, y Luis Sáenz Peña es electo presidente sin rival a la vista. Sin embargo, el poder no está consolidado. Sáenz Peña nombra ministro de Guerra y Marina a Aristóbulo del Valle, quien ofrece cargos a sus amigos radicales. La respuesta de Alem es previsible: “O todos los ministerios o ninguno”. Por supuesto, será ninguno.

Cinco semanas estará Del Valle al frente del ministerio. Sus adversarios conservadores lo acusarán de haber promovido la revolución de 1893. A la acusación, él la responderá con una de sus frases más célebres: “No doy golpes de Estado porque soy hombre de Estado”. El centro del movimiento revolucionario es la provincia de Buenos Aires. El alma de esa revolución es Hipólito Yrigoyen, cuya capacidad de organización y liderazgo político queda demostrada una vez más.

La revolución de 1893 fracasa y no son pocos los que responsabilizan a Yrigoyen por ese fracaso. Esa acusación nunca podrá probarse, pero las sospechas son fuertes. El joven Lisandro de la Torre, leal a Alem, no vacila en acusar a Hipólito de saboteador. Como consecuencia, se produce un célebre duelo entre los dos hombres.

Alem, por su parte, se esfuerza en recuperar el terreno partidario perdido. En esos meses, aprende para siempre que Hipólito es un enemigo invisible y formidable. No habla, no se expone, no arriesga. “No piensen que yo he de luchar contra Yrigoyen -dice Alem a un grupo de correligionarios- en el terreno de las intrigas y las maniobras. No está en mi carácter. Además, en el terreno de las maniobras y las intrigas él es invencible. Lo conozco. Es la fuerza política más poderosa porque carece de escrúpulos morales”.

En 1895, Leandro es elegido diputado nacional. Asume la banca sin ilusiones y sin fe. Ya para esa fecha es un hombre vencido. La salud quebrantada, la pobreza, la soledad, los fracasos políticos, lo hunden en la depresión. Ama a una mujer, Catalina Tomkinson, la viuda de quien fuera un amigo: Solveyra. Ese amor se había insinuado antes, cuando el amigo vivía, pero Alem no era hombre capaz de traicionar a un amigo y prefiere tomar distancia de la casa.

En 1895, Pellegrini acusa a Alem de estar endeudado con un banco. Alem responde furioso. Pellegrini da a conocer los créditos otorgados, créditos reales pedidos para ayudar a amigos en la mala. El duelo es la única salida a las ofensas. Lagos y Del valle son los padrinos de Alem; Cané y Levalle, los de Pellegrini Las exigencias de Alem son absolutas: Duelo a doce pasos con pistola y tres tiros. No hay escapatoria, uno de los dos debe morir. Nadie, salvo Alem, está dispuesto a ir tan lejos. Intervienen otros mediadores. Mitre, Roca, Bernardo de Yrigoyen y hasta un obispo. Finalmente, se arriba a un acuerdo que Alem acepta a regañadientes gracias a las palabras de Del Valle.

A principios de 1896, muere sorpresivamente su amigo del alma: Aristóbulo del Valle. En el cementerio Alem es el principal orador. Con palabras tristes despide al amigo, pero de alguna manera también él se está despidiendo. Seis meses después, el 1º de julio de 1896 se quita la vida de un disparo.

Alem. Valiente, generoso, buen amigo. Intentó hacer de la política un oficio decente y creyó honradamente en que era posible pensar un país más justo y libre. Fue derrotado, y seguramente esperaba esa derrota. Sin embargo, en ningún momento consideró que todo lo que hacía era en vano. Resistió a su destino hasta donde pudo y cuando comprendió que estaba al límite de sus fuerzas saludó a sus amigos y sin decir una palabra, sobrio y discreto como el caballero que siempre fue, subió a un coche tirado por caballos y marchó en silencio a la muerte.

Valiente, generoso, buen amigo. Intentó hacer de la política un oficio decente y creyó honradamente en que era posible pensar un país más justo y libre. Fue derrotado.

La leyenda supera al personaje. Se dice que es poeta, que sufre penas de amor, que nadie maneja el revólver y el puñal como él, que su palabra vale más que un documento.