Per sempre, Umberto

Por María del Pilar Barenghi (*)

Es sorprendente o al menos interpela el hecho de comprobar el interés que, a veces, el autor de una obra evidencia hacia el lector. Ese reconocer al otro situado en el polo opuesto de quien crea, muestra delicadeza y solidaridad hacia quien ha de ser -y es- el destinatario de la obra.

Umberto Eco (1932-2016) hace honor a esta deferencia y provoca un verdadero placer comprobar hasta qué punto respeta el rol que desempeña el lector en la inquietante aventura que implica la interpretación de un texto.

En el año 1980, Eco, hombre de reconocida erudición, sin dejar de militar en las filas de lo académico, cruza el puente que separa lo teórico de la ficción y agita el universo de las letras con la publicación de “El nombre de la rosa”.

“Escribí una novela porque tuve ganas. Creo que es una razón suficiente... empecé a escribir en marzo de 1978, impulsado por una idea seminal: tenía ganas de envenenar a un monje”. Con ajustada sencillez responde de esta manera a la profusa avalancha de preguntas que genera la lectura del “El nombre de la rosa”. Los interrogantes son diversos: se le pregunta por qué situar la acción en el medioevo, qué significado tiene el hexámetro latino con el que concluye la novela, cuál es la intención de otorgar a los personajes los nombres con que los presenta en la obra, que, en honor a la verdad, son de por sí sugerentes.

Tal vez sorprendido por el interés que han demostrado sus lectores, decide volver sobre la obra original y diseñar a modo de “visita guiada” un artículo breve pero sustancioso, en el que da respuestas y desliza observaciones plenas de sarcasmo que llevan su marca de fábrica. De esta forma llega a nosotros “Apostillas a El nombre de la rosa” cuya edición de 1987, nos permite examinar sus ingeniosas reflexiones.

Si bien Eco da muestras de prestar oídos atentos a los interrogantes del público, parte de la premisa de que el autor no debe facilitar interpretaciones de su obra. ¿Cuál sería el sentido de hacerlo, dado que una novela es todo un artificio de generar interpretaciones? No obstante, este atinado principio se ve obstaculizado desde el comienzo por el hecho de que todo texto ha de tener un título.

Sin dudas, el título es ya una clave interpretativa de la cual es muy difícil sustraerse. Si se escribe una novela con el nombre de su protagonista se está anticipando que se describirá la vida, aventuras y padecimientos del nombrado.

Ejemplos como éste abundan en “Apostillas...” y en gran medida aportan rasgos irónicos característicos del erudito piamontés. Con indudable humor manifiesta, al respecto, que Alejandro Dumas supo dotar a su famosa novela “Los tres mosqueteros” de un título que es en sí en una astuta maniobra de distracción. Se habla de tres mosqueteros cuando en realidad los personajes son, indudablemente, cuatro.

En el caso particular de la novela que nos ocupa, Eco sostiene que el poder simbólico de la rosa lo sedujo desde un comienzo, si bien fueron otros los posibles títulos que barajó en su escritura. El nombre “rosa” ha dado lugar a tantos significados que ya los ha perdido a todos. De esta forma, el lector quedaría, con razón, desconcertado al no poder dotar de sentido, antes de leer la novela, al nombre de la flor.

Resulta en verdad esclarecedor enterarse de la forma en la que se desarrolló la escritura de la novela. En este aspecto no escatima datos ni estrategias. Resultaría imposible dar cuenta de todas, pero destacamos, por parecernos más que interesante, la afirmación de Eco respecto de que antes que diseñar personajes, la novela necesita fundar un universo. Ese cosmos que ha de crearse será el espacio en donde los personajes podrán pensar, decir y actuar, acotados y regulados por los límites de ese ámbito. Con ese mundo instaurado -y coherente- ya construido, las palabras vendrán solas. Pero no por eso acepta que los personajes carezcan de entidad propia y sean sólo efectos casuales de un mundo que los determina. A esa construcción espacial, no son ajenas las cien primeras páginas del libro, colmadas de descripciones minuciosas. Ellas representan un escollo penitencial al que Eco, exigente y con legítima autosuficiencia, somete a su lector. Atravesar ese obstáculo, aseguraría, teóricamente, llegar al punto final de la novela.

En algún lugar de “Apostillas...” Eco afirma, respecto de la interpretación de una obra de ficción, que, una vez concluida ésta, el autor debería morirse, para allanar el camino al texto.

La noticia dice que Eco murió en Milán el diecinueve de febrero del año en curso. El camino de su obra debería, entonces, estar allanado. El autor ha muerto, ¡viva la interpretación! ¿Deberíamos creerlo? Ni por asomo. Sigue en este mundo, con su hábito de monje franciscano y su rosa plena de sentidos. Entre nosotros. Per sempre, Umberto.

(*) Escritora, bibliotecóloga, diplomada

en Humanidades (UNL).