editorial

  • La ceremonia patria de la jornada de ayer tuvo particular relevancia, más que por su contenido en sí mismo, por el contraste con las de años anteriores.

Con los colores de la Bandera

El acto central por el Día de la Bandera en Rosario no tuvo características particularmente llamativas, ni especialmente trascendentes. Es más, no sería errado considerar que se impuso el protocolo, que los discursos hicieron gala de corrección pero resultaron más bien anodinos, que no hubo anuncios y que el fervor popular quedó acotado a un grado módico, en parte por efecto del vallado y el cerrado operativo de seguridad.

La importancia de lo que ocurrió este 20 de Junio surge inevitablemente por contraste. Y en ese sentido, asumió una fuerte carga representativa y simbólica, por añadidura a la propia de la efeméride.

En ese sentido, la primera diferencia salta a la vista en los colores que jalonaron las imágenes de la jornada: los globos celestes y blancos, que omitieron pertinentemente el amarillo que identifica al espacio encabezado por el actual presidente de la Nación, pero también dejaron atrás la colorida cartelería alusiva con identificaciones y consignas netamente partidarias de los años anteriores.

El sonido ambiente también se modificó. Más allá de la vacuidad pop de la música escogida como preludio -frente al cancionero de artistas populares de mayor compromiso ideológico, y a la vez cercanos al gobierno anterior-, la percusión “en vivo” y los cánticos alusivos cedieron espacio. Y tanto las protestas y repudios como las manifestaciones de adhesión estuvieron presentes, pero relegadas a un segundo plano, y a la obligada distancia.

Ante el escenario, la novedad fue la ausencia de abucheos a las autoridades provinciales. Una costumbre ofensiva y deplorable que la anterior Presidente consintió y explotó, como parte del folklore propio de las estrategias de sometimiento o aniquilación que rigieron su vínculo con las provincias y dirigentes que tuviesen remilgos a la hora de alinearse de manera acrítica. Aún con un mandatario nacional que copó el centro de la escena, con el que no comulgan políticamente y con quien incluso han tenido discrepancias públicas, el gobernador y la intendenta tuvieron el lugar que institucionalmente les corresponde, compartieron un auditorio menos sesgado y hostil que como era menester, y hasta pudieron desenvolverse en un clima que se hallaba en las antípodas de la crispación kirchnerista. En ese sentido, la intrusión del “sí se puede” de campaña, coreado por los alumnos presentes, resultó un desatino que operó como una nota discordante. Y los episodios violentos en el marco de las manifestaciones de protesta circundante, hayan sido o no exagerados, resultan inaceptables y deben ser definitivamente erradicados.

En ese marco, las respectivas alocuciones transitaron por el lugar de lo previsible, y se ajustaron a las invocaciones patrióticas de rigor, y a convocar a la superación de diferencias y el esfuerzo conjunto para que el país salga adelante. En cuanto al discurso presidencial, es imposible desligarlo de todo contenido político, en tanto propició la adhesión a medidas y orientaciones de gestión que no en todos los casos cuentan con el respaldo unánime de la sociedad, y que habilitan legítimos disensos e incluso expresiones de rechazo. Pero aún así, y aún sobre la base del voto mayoritario que lo proyectó a ese espacio de decisión -y que de la misma manera puede aplicar correctivos o relevos llegado el momento-, el mandatario estuvo lejos de plantear dicotomías inconciliables o apocalípticas, o dictar sentencias con afectación mesiánica. No son diferencias puramente formales. Y por si esto no quedase claro, conviene recordar que tampoco nadie escuchó una expresión del tenor del tristemente célebre y emblemático “vamos por todo”.

Ante el escenario, la novedad fue la ausencia de abucheos a las autoridades provinciales. Una costumbre ofensiva y deplorable que la anterior presidente consintió y explotó.