editorial

  • Se puede asociar normalidad con previsibilidad; y a ésta, con la conformidad de las conductas con patrones compartidos, empezando por la ley, que en su generalidad nos alcanza a todos.

En busca de la normalidad

La Argentina, qué duda cabe, es un país anómalo. Tanto, que distintos dirigentes de distintos partidos han planteado en los últimos años -el primero fue Remes Lenicov en 2002- que debemos proponernos la normalidad como meta.

En similar sentido, el actual gobierno nacional preconiza la vuelta al mundo, idea que sugiere la necesidad de un retorno a la normalidad en el plano de las relaciones internacionales.

Ahora bien ¿qué se entiende por conducta normal? Para no irnos por las ramas, que es uno de los grandes deportes nacionales, se puede asociar normalidad con previsibilidad; y a ésta, con la conformidad de las conductas con patrones compartidos, empezando por la ley, que en su generalidad nos alcanza a todos. En consecuencia, si obráramos de acuerdo con las normas legales daríamos un enorme paso adelante, porque nuestras conductas se encuadrarían en la ley, y por tanto serían previsibles; esto es, ajustadas a las normas que, como por naturaleza y definición son generales, nos comprenderían a todos. Esta reflexión, que es el abecé del Estado de derecho, afronta sin embargo el problema de la infección anómica que enferma a nuestra sociedad. Por lo tanto, es imperativo encontrar el antibiótico adecuado para combatirla y, una vez superado el cuadro patológico, nutrir al Estado de derecho con la savia vivificante de una sociedad de derecho, regida por reglas claras y compartidas que le den carnadura a la estilización conceptual del Estado de derecho.

Es fácil enunciarlo, pero es difícil hacerlo, aunque nuestra propia historia nos ilustra a través de los logros aquilatados por la Organización Nacional en 1853/60, proceso que nos dio un país constituido, que comenzó a desbarrancarse con la ruptura del orden institucional en 1930, anomalía que se hizo costumbre con el correr de las décadas y los golpes de Estado; distorsión profundizada por el crecimiento de la violencia política reactiva, causada por el apartamiento de las normas. Es que al reemplazarse el vigor institucional de la voluntad popular por la fuerza de las armas, el mensaje era que ya no había leyes generales que nos contuvieran a todos y encauzaran las conductas por el canal de la previsibilidad. Por el contrario, la fractura se trasladó al cuerpo social, fisuró su compacidad nacional y liberó a los excluidos del compromiso de ser y sentirse parte de la Nación desgarrada.

Entonces no se hicieron esperar distintas formas de resistencia al poder de facto, que fueron aumentando en intensidad hasta llegar al extremo de la lucha armada, mientras la mayoría de un país confundido y atemorizado quedaba aprisionado entre las pinzas de una violencia fuera de control.

Al final, la erosión social provocada por la barbarie a dos puntas, suavizó sus efectos destructivos con el regreso de la democracia, pero el daño inferido a las nociones y prácticas vinculadas con la legalidad y la previsibilidad estaba hecho. A su turno, la política careció de buenas respuestas, mientras se hacía ostensible la sostenida transferencia de recursos de la ciudadanía a ese sector, motivo de un nuevo divorcio condensado en la consigna “que se vayan todos”.

Desde entonces, la prédica de la necesidad de volver a la normalidad se ha multiplicado, tanto como la desilusión de una sociedad a la que la pandemia de la corrupción, la violencia criminal y el deterioro de los ingresos, le activa broncas y desconfianza. El actual gobierno, montado sobre una expectativa de cambio, tiene una oportunidad -por cierto que muy ceñida- para restablecer una relación positiva con la ciudadanía. Pero el peso de la herencia kirchnerista, y un margen de error cada vez más estrecho, lo obligan a profundizar su perfil renovador y la transparencia y racionalidad de sus actos, apartándose de cualquier tentación de reeditar prácticas nocivas por las urgencias de un 2017 electoral.

El actual gobierno, montado sobre una expectativa de cambio, tiene una oportunidad -por cierto que muy ceñida- para restablecer una relación positiva con la ciudadanía.