ESPACIO PARA EL PSICOANÁLISIS

Miedos típicos de la infancia

Por Luciano Lutereau (*)

El miedo a la oscuridad es uno de los temores más significativos de la infancia. Su presencia suele ser invariable, y donde no se lo encuentra como tal se puede rastrear un sustituto. Por lo tanto, es indispensable pensar su función psíquica y, en particular, la metamorfosis que sufre en el tiempo, dada su importancia para la estructuración mental del niño.

En primer lugar, cabe destacar que el miedo a la oscuridad no tiene objeto; es decir, se trata de un temor ante lo indeterminado, de ahí su carácter pavoroso y restrictivo, ya que el niño sólo puede defenderse de su incidencia a través de una medida protectora. Las más de las veces, se trata de la compañía de un adulto, cuya presencia se solicita para dormir, o bien una luz prendida... Dicho de otra manera: la presencia del otro ilumina la habitación y la oscuridad se hace menos pesada.

Ahora bien, este temor tiene una primera forma de inscripción psíquica a través de lo que, a simple vista, parece un agravamiento. El miedo a lo indeterminado, del cual el niño se protege con la presencia del otro, vira a un temor relativo a la persona que lo acompaña. Dicho de otra forma, el miedo a la oscuridad se transforma en el miedo a quedarse “a solas”; y la gravedad de esta modificación es notable siempre que un padecimiento restringido a la noche se expande a casi toda la vida cotidiana. Por esta vía, manifestaciones tan diversas encuentran su explicación, ya sea que hablemos del temor a que a los padres les pase algo, o bien del miedo a estar en su habitación y que los padres estén en otra, etc. De este modo, se vuelven inteligibles temores que no son fóbicos, y sí tienen una presencia habitual, como ocurre con el miedo a los ladrones y otros objetos de los que se podría esperar un daño (sobre otros o sobre uno mismo).

No es poco frecuente que, en casos de este último orden, los niños se vuelvan controladores de la presencia de sus padres. Sin embargo, este movimiento subjetivo implica un crecimiento fundamental. Sólo en apariencia es un empeoramiento, dado que lo indeterminado ha cobrado un perfil definido o, con otros términos, un objeto psíquico se ha constituido.

Por último, esta coordenada del temor encuentra un tercer momento. La presencia del otro, como condición efectiva, vira hacia una estructura que según una expresión paradójica de D. W. Winnicott podríamos llamar “estar solo en presencia de otro”. De acuerdo con esta orientación, queda habilitado un decurso en el cual el otro ya no sólo cuenta por su presencia, sino por algún rasgo que se le supone. Sólo cuando el otro “está”, cuando se cuenta con él psíquicamente, se puede interrogar su presencia. De esta manera, los miedos han evolucionado desde lo indeterminado (lo oscuro) hacia lo no determinable (el deseo de otro).

Recuerdo el caso de un niño que, en tratamiento, pasó de un severo pavor nocturno a una actitud que le impedía separarse de la madre para ingresar al jardín. En este punto, el modo de resolver esta coyuntura fue recurrir a una especie de amuleto: cuando se despedía de la madre, ésta le dejaba una cadenita como “recuerdo”. Lo artificial del recurso, como primera solución, con el tiempo condescendió a una elaboración más precisa: la sustitución progresiva de la madre se quebró el día en que le reprochó su ausencia; aunque, en realidad, a través de la consideración de los miedos infantiles, debería advertirse que lo contrario de la presencia no es la ausencia, sino la distancia.

En resumidas cuentas, la evolución de los miedos infantiles permite advertir que su tramitación es parte de la adquisición de la capacidad de amar. La elaboración de los miedos traza para la inscripción psíquica de un otro que es destinatario de una demanda amorosa.

(*) Doctor en Filosofía, doctor en Psicología y magíster en Psicoanálisis por la Universidad de Buenos Aires, donde es investigador y docente.