Espacio para el psicoanálisis

Los niños y el aprendizaje escolar

Por Luciano Lutereau (*)

El acto de conocer no es una destreza abstracta, el desarrollo de una función cognitiva llamada “inteligencia”, sino un modo de relación intersubjetiva. El aprendizaje hunde sus raíces en motivos emocionales y, en última instancia, la expectativa escolar de que un niño estudie no puede ser reconducida a una cuestión de voluntad.

Cuando se desconoce que el conocimiento implica una mediación, a través de la relación con el otro, es que muchos síntomas propios de la escuela reciben un tratamiento disciplinario ineficaz: es imposible que un niño “se siente y estudie”, “se ponga las pilas” u otras aplicaciones normativas, si no se tiene en cuenta que en la mentada institución el saber se encuentra dosificado por la autoridad de la evaluación; y esta última impone un saldo en relación con la autoestima y la nominación que se recibe de ese otro que es el docente.

Síntomas propios del ingreso en el dispositivo escolar son: la dificultad para concentrarse, la distracción ante cualquier episodio menor, estudiar recién en el último momento, repasar hasta un segundo antes del examen, etc. Dejo aquí para otra consideración las dificultades relativas a la comprensión o la inhibición intelectual, que requieren un tratamiento específico.

No obstante, para los síntomas estipulados cabe destacar que se encuentran nucleados en torno a “rendir”. El alumno (palabra cuya etimología no remite a “a-lumnus” como “sin luz”, sino a “alere” que proviene del campo semántico del comer) es aquel que debe “dejarse alimentar”; por lo tanto, la posición oral del estudiante se impone a una primera consideración para pensar el fundamento pulsional del aprender: nunca un niño podrá adquirir el lugar de alumno en el ingreso a la escuela si la relación con el otro no se establece desde esta perspectiva nutricia.

Era el caso de un niño que llegó a la consulta porque no estudiaba en primer grado. Ante la evaluación clínica se reveló como un niño sano y con los conflictos propios de la edad (es decir, los “conflictos normales” propios del crecer); por lo tanto, la sorpresa de la desadaptación se explicó al reparar en que durante los cuatro meses de clases la maestra del primer grado ¡había cambiado tres veces! Es imposible que un niño pueda iniciar su escolaridad sin situar a la maestra en ese lugar de referencia que inviste el saber con la ternura del reconocimiento, ya que es sólo por ese amor que el niño renuncia a su curiosidad espontánea para adquirir conocimientos curriculares.

Esta observación permite entender ciertos matices de lo que suele llamarse “distracción” en el período de latencia: son resabios del autoerotismo que, a pesar de la represión, se conservan de manera defensiva para sustituir la expectativa de fracaso en el dispositivo escolar. La pregunta no debería ser “¿Por qué un niño no hace algo tan fácil como sentarse a estudiar?” sino “¿Por qué un acto tan sencillo como el de sentarse a estudiar es resistido a través de un movimiento que lleva a la evasión?”. En efecto, esta resistencia da cuenta de la captura emocional que se sobrepone a cualquier ejercicio de voluntarismo: jamás servirán de nada las rutinas forzadas ni la lógica de premios y castigos. El sujeto, incluso el del aprendizaje, no puede ser amaestrado.

(*) Doctor en Filosofía y Magíster en Psicoanálisis (UBA). Docente e investigador de la misma Universidad. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante” y “La verdad del amo”.

Es imposible que un niño pueda iniciar su escolaridad sin situar a la maestra en ese lugar de referencia que inviste el saber con la ternura del reconocimiento.

El aprendizaje hunde sus raíces en motivos emocionales y, en última instancia, la expectativa escolar de que un niño estudie no puede ser reconducida a una cuestión de voluntad.