Calentamiento global y cambio climático (I)

Agenda 2030 de la ONU: ¿cómo llegamos hasta acá?

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foto: Matías sarlo - télam

 

IRH - EGA María Angélica Sabatier (*)

Problemas ambientales planetarios sin lugar ni territorio, crisis civilizatoria, antropoceno, deshielos, mares acidificados, desequilibrios climáticos, estados extremos del tiempo, eventos meteorológicos inesperados y de intensidad impredecible, millones de pobres, migrantes climáticos y desplazados por conflictos varios... La lista sigue...

La reflexión que sigue se apoya apenas en dos preguntas: ¿De qué se trata? ¿Qué hace falta para hacer viable una nueva agenda?

Se trata de una larga historia de negaciones y juegos de intereses, cuyos cruces están lejos de perder potencia.

Cuando en 1962 Rachel Carson, ante los devastadores efectos de DDT sobre la vida silvestre de extensas áreas agrícolas, publica “Primavera silenciosa”, proporciona unidad y fuerza a lo que hasta entonces era una conciencia incipiente y dispersa, ayudando a que se cristalizara el movimiento ecologista. En 1972, el IMT produce el informe denominado “Los límites del crecimiento” encargado por el Club de Roma antes de la primera crisis del petróleo, ya con numerosos signos de deterioro a la vista y una población creciente.

La trama de negocios y pobreza con impacto sobre el medio físico finito ya no era un secreto.

También en 1972 se produce, en Estocolmo, la primera Cumbre de la Tierra, convocada por Naciones Unidas para discutir el estado del medio ambiente mundial. Asesor del secretario general para esta cumbre fue el promotor del término eco-desarrollo, el eco-socio-economista, Ignacy Sachs, y ese dato no es menor. Tiene que ver con el contexto que había en los setenta: dos polos y un grupo de países no alineados, muchos de los cuales poseían -y todavía poseen- enormes cantidades de recursos naturales, pero sobre todo con una concepción del bienestar, de la relación del hombre con la naturaleza y de autonomía para decidir sobre el modelo de desarrollo.

Desde el sur del sur, Amílcar Herrera y un grupo de científicos argentinos abordan en la Fundación Bariloche (1975) el dilema “Catástrofe o nueva sociedad” y ponen a la educación en el centro del análisis; esto dicho a modo de pista significativa que empieza a responder la segunda pregunta.

Entonces, desde mediados de los 70 se sabe cabalmente que existen límites físicos y sistémicos al crecimiento; también se sabe que crecimiento económico no es sinónimo de desarrollo y que consumir cierta cantidad de recursos por encima de ciertas cuotas puede significa vivir de prestado, disminuir el capital natural y jaquear la autonomía de las generaciones futuras. Ese es un pensamiento en clave de stocks, no de flujos; dicho de otro modo, se sabe -se cree que se sabe- con qué se cuenta pero no en qué y cómo se gasta.

Se sabe que el mismo modelo de desarrollo que degrada el medio físico tiene consecuencias sociales enormes, que la pobreza en todas sus formas no puede dejarse fuera de debate, que las migraciones y desplazamientos acontecen por causas diversas: guerrillas, guerras, inestabilidad política, etc. Y que todas estas se producen por desequilibrios geopolíticos asociados a la obtención de recursos estratégicos, dando lugar a los llamados conflictos socioambientales.

El cambio acumulado parece irreversible: se ha roto la resiliencia planetaria, que difícilmente se restablezca por parches sueltos. Más que nunca el todo no es la suma de las partes como intentan hacernos creer.

Y se sabe también que es un asunto político, entonces que en esa arena es que debe debatirse.

Hoy también somos conscientes de que se trata de un cambio intrínseco de la dinámica sistémica, para peor. El cambio acumulado parece irreversible: se ha roto la resiliencia planetaria, que difícilmente se restablezca por parches sueltos. Más que nunca el todo no es la suma de las partes como intentan hacernos creer. Y nunca importaron menos las partes. Lo que siempre fue insoslayablemente importante son las relaciones, los vínculos entre ellas, las relaciones sistémicas que hacen que el salmón de la costa canadiense en el Pacífico norte tenga radiación de Fukuyima, por dar un ejemplo sencillo, porque los hay mucho más complejos, con retroalimentaciones desconocidas.

En este escenario variable pero con tendencia estable, la suerte de la vida como la conocíamos parece echada. Por una rendija de esperanza se mira al futuro apelando siempre al pasado. Creemos innovar, pero repetimos todo.

Volvamos al 72. Los países no alineados lograron en Estocolmo hacer pesar la perspectiva de eco-desarrollo, que se intenta reafirmar en Cocoyoc, México, 1974 pero es vetada por Kissinger, cuando la declaración ya había sido redactada y era pública. De nuevo y siempre, la política.

Llegan los 80, crece la deuda de los países pobres, se afianza el modelo neoliberal y en 1983 se conforma una comisión que 4 años más tarde expone su tesis vía el Informe Brundland. Su resultado: el desarrollo sostenible, tan difundido como desconocido todavía hoy, se instala hegemónicamente y se adueña de casi cada reflexión que pueda hacerse sobre la actividad humana desde entonces hasta ahora.

Río 92 consolida y disemina la idea del desarrollo sostenible, pero no da muchas pistas de cómo puede ser puesto en práctica. En lo discursivo, todo se vuelve sostenible... ¿o sustentable? ¿Son sinónimos? ¿Significan lo mismo? ¿Pueden usarse de modo equivalente y/ o indistinto? Desde luego que no, pero esta discusión no cabe en esta reflexión. La literatura seria despeja la cuestión.

(Continuará)

(*) IRH- EGA María Angélica Sabatier. Docente -Investigadora Fadu UNL. Ciudadanía y Desarrollo con Sostenibilidad

Opatativa/Electiva UNL