editorial

  • Una sensación de conmoción y asco invadió a quienes accedieron a las brutales imágenes del motín ocurrido en la cárcel de Manaos, en el Estado brasileño de Amazonia.

El juego banal de cortar cabezas

Una sensación de conmoción y asco invadió a quienes accedieron a las brutales imágenes del motín ocurrido en la cárcel de Manaos, en el Estado brasileño de Amazonia, donde se enfrentaron integrantes de dos enormes bandas de narcos, con ramificaciones en gran parte de ese país.

Esta vez, la “Familia do Nord” (de Amazonia), que tiene fuertes vínculos con el “Comando Vermelho” de Río de Janeiro, aprovechó su superioridad numérica y logística para masacrar a miembros del paulista Comando de la Capital. Y las imágenes del exterminio, filmadas por internos, se difundieron al mundo por Internet, mostrando hasta dónde pueden llegar estos mutantes, que no pertenecen ni al mundo salvaje de los animales ni al universo consciente de los seres humanos.

Durante la orgía de sangre y muerte que se extendió por unas 15 horas y en la que muchos cuerpos fueron mutilados y quemados, llamó la atención el especial esfuerzo de la fracción dominante por cercenar las cabezas de sus enemigos.

Las impresionantes escenas remiten a tiempos inmemoriales, aunque estas decapitaciones constituyan un capítulo diferente signado por la banalidad del mal.

En la antigüedad era una práctica extendida, aunque los historiadores pongan especial foco en los hábitos de las tribus celtas, entre ellas, las de los galos que habitaban la actual Francia. Para aquellas gentes, la cabeza era la residencia del alma, el lugar que concentraba la sustancia del ser humano. Creían que sólo los guerreros a los que no se les cortaba la cabeza podían alcanzar la inmortalidad y, por consiguiente, seguir amenazando la existencia de sus enemigos.

Para los jóvenes guerreros, el rito de iniciación era salir a cazar una cabeza enemiga y regresar al grupo con ese trofeo que lo convertía en adulto. Era, por tanto, una certificación de pertenencia. Los galos, cuando cabalgaban a la batalla, solían colgar del cuello de sus caballos los cráneos de sus enemigos. Era un mensaje de la calidad del guerrero, que se potenciaba con el número de cabezas.

Con ligeras variantes, cortar cabezas ha sido una forma de apoderarse del otro, física y simbólicamente. Y en culturas con acentos más religiosos, los cercenamientos solían inscribirse como parte de rituales de ofrecimiento a los dioses, de entrega de la vida como bien valioso para obtener, por ejemplo, una buena cosecha. Se entregaban vidas de individuos para salvar la vida del grupo.

Más cercanos en el tiempo, son los ajusticiamientos ordenados por reyes y tribunales a causa de razones políticas, morales y religiosas. El summun de estos procedimientos en los tiempos modernos, lo ofrece la Revolución Francesa, que “industrializó” el corte de cabezas de los condenados por la Justicia jacobina mediante la novedad de la “guillotina”, instrumento de matar creado por el médico que le diera nombre como contribución humanista a un más eficiente morir.

En todos los casos, aun en los contemporáneos de Isis, hay un procedimiento, una ritualidad, un motivo -provocar terror político o religioso- expresivos de la gravedad de la muerte. Pero lo de Manaos es muy distinto. Así lo expone la forma chambona y festiva de matar, las ejecuciones entre risotadas, los desmembramientos juguetones, los comentarios jocosos de la brutal platea que observa y filma desde los techos la banalidad del mal llevada al extremo. Es abrumador observar semejante vaciamiento de la naturaleza humana, máxime cuando dista de ser un regreso al pasado sino una absoluta degradación del presente, que pone al futuro entre signos de interrogación.

Es abrumador observar semejante vaciamiento de la naturaleza humana.