Defensa de la familia

Por Antonio Camacho Gómez

En el programa de una televisora de alcance internacional se propaló que las causas de la caída del Imperio Romano fueron tres: una, el descreimiento en los dioses que habían adoptado de los griegos, a los que les pusieron distintos nombres; otra, el resquebrajamiento familiar, y, la tercera, la corrupción de las costumbres. Fue una fruta madura para los bárbaros a los que los seguidores de Constantino, de feliz reinado, sirvieron en bandeja después de haber sido los maestros indiscutibles del derecho, con jurisconsultos de la talla de Ulpiano y Cayo y disponer de una fuerza militar modelo que dominó gran parte del mundo conocido.

Valga, precisamente, este introito para subrayar que en la época de esplendor del Imperio fue la familia un soporte capital. Porque, como tantas veces se ha dicho, constituye una célula básica de la sociedad y ésta es el resultado de aquélla. Lo que viene ocurriendo en Occidente -capítulo aparte merecen las autocracias y dinastías imperantes en Asia y África- tiene cierto parentesco con lo acontecido en los vastos dominios romanos. La familia tradicional está siendo jaqueada tanto por la indiferencia religiosa de muchos gobernantes y gobernados, como por legislaciones permisivas y un concepto materialista que fogonean no pocos medios de información masiva.

Las familias del todo vale

El todo vale en la relación de pareja, con excepciones explicables, en un mundo en el que la ciencia y la tecnología, tal lo afirma el sociólogo Ulrich Beck, produce “beneficios y desgracias” está apareando un vacío existencial que potencian las separaciones frecuentes y los amoríos transitorios. Con una lamentable secuela de embarazos indeseados o utilitarios, hijos de padres diferentes y multitud de niños a la deriva. La falta de ejemplos formativos en materia de ética y moral coexistiendo con una educación deplorable y un sentido de libertad equívoco muestran una realidad socialmente alarmante.

Ciertamente los tiempos han cambiado y con ellos la cultura, pero no los principios seculares para la evolución armónica del individuo y la comunidad de que forma parte. Y en este punto la familia, el matrimonio civil y religioso, sin desconocer uniones de hecho permanentes fuera de aquél, juegan un papel fundamental. Uniones, cabe aclarar, que fueron estudiadas por los obispos católicos en el Sínodo que se efectuó en el Vaticano en octubre pasado. El que permitió al Papa Francisco, que presidió con anterioridad una reunión mundial de la familia tradicional, que no es perfecta, en Filadelfia, tener un panorama definitivo para obrar en consecuencia. Es decir, con misericordia y comprensión, pero impedido de tomar decisiones en pugna con las enseñanzas evangélicas.

El matrimonio cristiano es un sacramento, no un frío contrato, sino una alianza de vida y de amor y cuyas propiedades esenciales son la unidad y la indisolubilidad, según el Nuevo Código de Derecho Canónico, número 1056. Es, señala el Concilio Vaticano II (Gadium et Spes) “una íntima comunidad de vida y amor conyugal”. Por supuesto que exige sacrificios, vencer dificultades, respeto, comprensión y paciencia. Muchos fracasan porque se han efectuado a la ligera, por vanidad, capricho, despecho, lujuria o egoísmo, sin el debido tiempo y conocimiento del contrayente. Sin descartar pasiones, encandilamientos ni buena fe.

Que el amor no es para siempre constituye una falacia. Hasta en Hollywood hay casos concluyentes. Pero una mentalidad hedonista, descreída y desvalorizada que en cierta medida considera a la mujer objeto de placer y ofrece falsos paraísos, intenta prevalecer sobre la familia tradicional. Cuya unidad y preservación son imprescindibles para fortalecer un Occidente desorientado y convulso.

Ciertamente los tiempos han cambiado y con ellos la cultura, pero no los principios seculares para la evolución armónica del individuo y la comunidad de la que forma parte.

El matrimonio cristiano es un sacramento, no un frío contrato, sino una alianza de vida y de amor y cuyas propiedades esenciales son la unidad y la indisolubilidad, según el Nuevo Código de Derecho Canónico.