Dilema

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“Platón decía que una vida no examinada no merece ser vivida”, sostiene el autor. En la imagen, Platón y Aristóteles, detalle de “La escuela de Atenas”, de Rafael Sanzio de Urbino.

Foto: ARCHIVO.

Por Carlos Catania

Hace unos días, un canal de TV felizmente ajeno a las tonterías de práctica, emitió un programa en el cual, desde fuentes filosóficas, se examinaba la verdad y la mentira, lo que me indujo a escribir esta nota, más descriptiva que analítica. Recordé cierta remota teoría acerca de endebles sentimientos y latentes misterios de la conducta humana, que sostiene la imposibilidad de vivir sin mentir. La mentira, al desnudo, sería una compulsión integrada a la gran masa de hipocresía que caracteriza nuestras acciones comunicativas. Una suerte de paliativo al desconcierto de vivir, al atropello, al temor físico y metafísico a la realidad concreta. Como si mediante la mentira recompusiéramos nuestra imagen idealizada, aquélla que nos hace creer lo que creemos ser, que sería la peor de las mentiras. Una antesala del despotismo al que se llega cuando se vive prendido a la apariencia.

Se advierte que el ser humano despótico no sabe escuchar. Maneja la vida de sus allegados con ese fervor neurótico típico de quien no puede manejar la propia. Dictamina, impone, afirma o niega, sin fundamento alguno. Es decir, miente en grado superlativo, procurando para sí un mundo que oculta, en parte, sus impotencias y frustraciones más dolorosas. Se describen estas cosas desde tiempos inmemoriales. Anoto de paso la insistencia de Michel de Montaigne (1533-1592) en considerar que vivía una época de mentira, mixtificación, máscara y fingimiento. Viajando hacia atrás es posible hallar a cada paso lamentos similares en mentes superiores. Hoy día, mencionar este asunto suena a perogrullada. Quizá lo sea pero, por lo demás, bueno sería que cada uno de nosotros realizara una limpieza cerebral con el fin de dejar al descubierto los residuos de mala fe que componen gran parte del mundo artificial en el que respiramos y calibrar qué parte de la existencia ha transcurrido en la imaginativa altivez de la falacia.

A continuación, apunto un lugar común: “Si todo el mundo dijera sólo la verdad, el ser humano perecería”. Está bien, pero no son más que juegos del intelecto, apuestas asimismo artificiales. Por tanto, me limito a mostrar, no a demostrar. Saco del establo a uno de mis caballitos de batalla y reitero: “A menudo, lo que llamamos verdad es el error en que todos coinciden”. Tal parece que en cantidad de estamentos mentales, se ha forjado un plano artificial de acostumbramiento. Lo estrictamente reaccionario ansía el amontonamiento y la comodidad.

Pero también es mentira que todo es mentira. Ocurre que uno intuye que en algún momento de la historia algo se quebró o algo no existió; simplemente, sin sobresaltos, gradualmente, la visión realista del mundo, en virtud de aspiraciones infrahumanas, dio paso al error. ¿Un traspié? ¿Un paso inconsciente (o no) hacia la gradual perversidad que caracteriza a la especie? Vaya a saber. Siguen siendo apuestas. Quizás no ocurrió nada. Y lo que somos lo cargábamos desde el origen.

Como quiera que sea, lejos de los marcos psicológicos, históricos y filosóficos, el Hombre, es decir nosotros, ha organizado sus mentiras de tal manera, con tanta precaución, que puede funcionar socialmente sin sobresaltos. Claro que hay niveles de mendacidad. Si bien la Política contiene un crecido número de representantes bifrontes y las religiones, históricamente, han utilizado, en ocasiones que es mejor olvidar, el nombre de Dios en vano, mediante métodos inquisitoriales o el negocio de indulgencias, a mí me interesa el adaptado crónico, cría legítima del desajuste placentero (valga), propio de la mentira llamémosla privada. En ese clima, sentimientos, acciones y parloteos se desvalorizan. Para tal categoría vivir no es otra cosa que eslaboncitos bien apretados de sucesivos optimismos cotidianos, que incluyen el sentimiento del deber cumplido, pasando por el sexo, la buena mesa (el sujeto pertenece a una clase bien educada), el mérito en el trabajo, raquíticos sobresaltos del corazón que llama emociones, contactos superficiales que llama amistad, represión sistemática que llama decencia, barniz de lectura ocasional que llama cultura, pérdida eventual de algún allegado que llama dolor, mímica social en pareja que llama amor...

El que te dije, indignado, determina que lo anterior es una burla al hombre normal y decente. Reacción semejante a la de una buena madre, ama de casa, que no comprende cómo su muchachito, siendo la vida tan sencilla, se la complica escribiendo esas ideas tan raras. Por otra parte, reconozco que mis tanteos carecen de originalidad. Muchos seres antes han llegado a la misma conclusión: somos para otra cosa. Qué cosa sería está por verse, porque si pudiera determinarla me convertiría en moralista, en hombre de púlpito, lo que sería otra mentira. Que baste la inquietud, no la utopía, pues nadie desconoce las actitudes humanas que harían más noble la existencia.

Platón decía que una vida no examinada no merece ser vivida. ¿Cómo olvidarnos de lo único que poseemos... a corto plazo? Asfixiados por las cuantiosas distracciones ofrecidas por las técnicas, no es fácil indagarse sin hacer trampa. Suele argumentarse que no hay tiempo: el trabajo, tantas preocupaciones... son excusas atendibles. Pero llegará el día en que los ¿por qué?, los ¿para qué?, los ¿qué pasó con mi vida?, alimenten la angustia de un final desconcertante donde el hombre, tal vez, reconozca que ha sido engañado y se haga cargo de su morbosa inclinación hacia la servidumbre y la idiotez.