Pedagogía de la esperanza

Por Jorge M. Taverna Irigoyen

Siendo una de las tres virtudes teologales, más allá de la Fe, uno tiende a no descreer de la esperanza. La esperanza es una luz, a veces un camino, pero siempre una ilusión por alcanzar lo que se espera, necesita o aún confía para no caer. Sin embargo, hoy pareciera rehuírse, al menos, el sentido de la esperanza como fórmula de vida. Todo se sumerge en abismos y desencuentros que, en no pocas oportunidades, son prioritariamente generados por la voluntad de no esperar, de no creer.

El escepticismo corta todos los caminos. Poco se puede construir, poco se logra superar, bajo el manto gris del rechazo, de la duda irreflexiva. Y es ahí donde, mirando en derredor, advertimos que se vive en una sociedad desesperanzada. Una sociedad que no resiste ni con los argumentos del amor, ni con los de la noble convivencia. En cambio, ejercita el enfrentamiento, el negativismo, la disparidad, el engaño, por no aceptar la verdad.

En tiempos en que la sociedad, tecnológicamente hablando, busca la perfección de los servicios y los réditos, suena raro, por no decir contradictorio, que el hombre ignore cómo se asume la adversidad o, más simplemente, cómo se enfrenta la muerte de los sentidos. La familia, como núcleo central, tambalea pero resiste. Y es entonces cuando al pensamiento aflora la posibilidad -por no decir la deuda- de aportarle al vivir una cuota de esperanza.

¿Se puede enseñar la esperanza? Sin duda, se puede inculcar como razón, como fuerza. Sólo es necesario, indudablemente, escuchar a quien nos lo propone y, en consecuencia, aplicarla con cierto grado de entusiasmo. ¿Qué la esperanza revertirá acontecimientos adversos? Eso es otro orden de cosas. La esperanza, el optimismo encauzado, harán menos duras las batallas perdidas y enseñarán -he aquí una verdad incontestable- a resistir y comprender. Porque de eso se trata cuando en la vida se dan procesos inesperados o situaciones que llevan al desánimo y la negatividad. Entender que todo puede ser transitorio; y si no lo es, pasible de la comprensión y aún de la aceptación por no ceder, por no claudicar irreversiblemente.

Puede hablarse de una pedagogía de la esperanza, a poco que se analice el tema. Enseñar a no descreer de las propias fuerzas. Pero, sobre todo, a pensar los problemas y acceder a las posibles convenciones que puedan darse para resolverlos. Enseñar la esperanza como virtud, no es un galimatías ni cosa que se le parezcan. Es la oportunidad de superarse uno mismo. Sin conocer el futuro, nadie puede afirmar que no sea más feliz que el pasado. Esta es la esperanza, razona Bernard Shaw. Sin embargo cabe aceptar y recibir la esperanza como un bien permanente, que no caduca.

Hay pequeñas fórmulas de aceptación para que así sucedan las cosas. Hablar de mi país y no de este país, puede resultar una ventana interna de complacencia. Decir la gente y no el pueblo argentino o mis compatriotas, como se debe, otra. Cambiar el yo por el nosotros. Y así las cosas: desde la escuela y los maestros, hasta la familia y el trabajo. Esperanza diferida enferma el corazón, reza un Proverbio de la Biblia. Y otro, En muriendo el malvado, se desvanece su esperanza y la expectación de los inicuos fenece.

Inculcar esperanza no debe ser sólo una fórmula de la política: tantas veces aviesa. Sin duda, merece en cambio constituir una base de convivencia cifrada en el bien común. El escepticismo es una barrera, cuando no se transforma en una forma de la autodestrucción. Esperar sin ceder, sin dejar de construir con la propia forja, sin claudicar en la alegría. Formas todas de bendecir la vida.

¿Se puede enseñar la esperanza? Sin duda, se puede inculcar como razón, como fuerza. Sólo es necesario, indudablemente, escuchar a quien nos lo propone y, en consecuencia, aplicarla con cierto grado de entusiasmo.

Puede hablarse de una pedagogía de la esperanza, a poco que se analice el tema. Enseñar a no descreer de las propias fuerzas.