La muerte de Juan Goytisolo

El escritor sin patria

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El escritor en la mirada del ilustrador de nuestro diario.

Por Santiago De Luca (*)

Juan Goytisolo murió, hace unos días, en Marrakech, al lado de plaza Jemaa el-Fnaa, a la que unió su escritura. Casi ningún escritor contemporáneo practicó como él una otredad tan radical, un progresivo despojamiento de todo. Un tajo violento contra su país, su lengua, la religión y la sexualidad heredada. Tal vez, este camino haya empezado con la violencia de una bomba. Una madre que sale para ir al supermercado y no regresa nunca más. Luego sabría que había sido alcanzada por uno de los bombardeos de la aviación franquista sobre Barcelona. Pero ahí ya estaba el corte, la herida para siempre. Sin embargo, desde ese lugar de “maldición”, logró desplegar una escritura poderosa, que con el tiempo se fue alejando de los cánones realistas para inscribirse en la aventura cervantina de la incertidumbre.

Con el tiempo, se fueron suavizando algunas de sus expresiones. Pero nunca volvió atrás. Fue un disidente hasta el final. Incluso, disidente de algunos que decían disentir. Fue feroz en sus críticas. Dijo que España era “una madrastra inmunda, país de siervos y señores” o, en el comienzo de su libro “El conde don Julián” podemos leer algo similar: “Tierra ingrata entre todas, espuria y mezquina, jamás volveré a ti”. Y no regresó. Sin embargo, hace un año, cuando lo entrevisté en su casa de Marrakech, algo de nostalgia había en su rostro y en su voz. Hablar de Argentina, sospecho, era una manera indirecta de practicar esa nostalgia de España difícil de admitir para quien llevaba toda una vida siendo atacado (y atacando) por “traidor”, como su personaje el conde don Julián (**), a la nacionalidad.

Cuando le pregunté, para este diario, qué pensaba ahora de España, que a pesar de sus críticas le había dado todos los reconocimientos literarios, respondió, después de hacer un silencio como buscando algo en su interior, “un país como otro, un país como otro”. Pero en el tono había algo que recordaba que había una pérdida. Hablando con él, se constataba que seguía la realidad literaria y política de España muy de cerca. Demasiado de cerca como para que fuera un país como otro para él. En su tono, aquel día, en una de las últimas entrevistas que concedió (y concedía muy pocas) se podía sentir que tuvo un país que le explotó con la bomba que mató a su madre y abrió la herida para que su literatura tuviera lugar. El niño no olvida.

Marruecos fue el país que eligió como “matria”, como tierra adoptiva donde alimentar su espíritu literario. Y fue desde aquí que produjo un verdadero trabajo de puente cultural como pocos antes que él habían hecho. Aprendió la dariya, el dialecto marroquí, trabajó con textos aljamiados, realizó traducciones y, entre otras cosas, fue él quien logró salvar la plaza Jemaa el-Fnaa, donde cada día se reúnen los contadores de cuentos, al gestionar en la Unesco que la declararan Patrimonio Intangible de la Humanidad. Por su trabajo literario, en 2014, ganó el premio Cervantes, el más importante de la lengua española. Lo aceptó y dio un discurso duro. También dejó su interpretación del Quijote: “Volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje como una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote”. Es posible que su vida haya transcurrido a lo largo de esta tensa línea de locura como una forma superior de cordura. Con el tiempo, se transformó en un clásico. Alguien que busca las preguntas fundamentales fuera de los vaivenes y el ajetreo de las modas fugaces. En este sentido, y en esta época de una velocidad que no permite pensar, dejó una frase brillante: “La vejez de lo nuevo se reitera a lo largo del tiempo con su ilusión de frescura marchita”.

Lo enterraron, acá, en Marruecos, en Larache, junto a la tumba del escritor francés Jean Genet (otro rebelde a quien admiraba). Esta ciudad formó parte del Protectorado español. No fue posible enterrarlo en Marrakech, la ciudad donde había elegido para vivir, porque allí no hay un cementerio para ateos o no creyentes. Los cementerios en este país suelen ser musulmanes, judíos o cristianos. Pero en la ciudad de Larache está un antiguo cementerio español que en 1986 recibió los restos de Genet y donde también descansan soldados españoles pobres y olvidados de las guerras de Marruecos. De alguna manera, los dos, España y Goytisolo, en este cementerio, se acercaron a un punto intermedio. Fue enterrado en Marruecos, como quería, pero en una ciudad del país con pasado español. Sin embargo, en este final, fue su tierra de adopción la que no le falló. Se había dispuesto una ceremonia íntima, casi sin presencia oficial. Algo que se corresponde muy bien con lo que fue su carácter. Una persona reservada que protegía con mucho celo su universo personal. Pero fueron marroquíes anónimos quienes empezaron a llegar, apareciendo de diferentes rincones casi invisibles, para despedirlo. Fue un momento intenso y de comunicación secreta con la tierra que le dio el exilio. En su lápida se escribió de manera austera: “Juan Goytisolo. Escritor. Barcelona 1931- Marrakech 2017”. Ahora descansa frente al mar. “Juan sin tierra”, como su personaje, habita en el papel. Muerto el hombre queda su literatura. Beslama (***) conde Don Julián.

(*) Desde Tánger, Marruecos.

(**) El Conde Don Julián fue un personaje histórico, gobernador de Ceuta cristiano que ayudó, según la leyenda, contra su propia patria, a los árabes a invadir España.

(***) Beslama: es adiós en arabe marroquí.

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Imagen panorámica de la plaza Jemaa el-Fnaa en Marrakech.

Foto: ARCHIVO.