Tribuna jurídica

Jóvenes delincuentes: ¿ante quién responden?

Por Osvaldo Agustín Marcón

En la concepción medieval, los sujetos rendían cuentas por las conductas que hoy denominamos delictivas ante el orden teocrático dominante lo que, según sus operadores, equivalía a responsabilizarse ante Dios. En la cosmovisión griega, en cambio, respondían ante la polis. Y en la Modernidad pasan a responsabilizarse ante los órganos especializados del naciente Estado-Nación. En este último escenario los sujetos deben transformarse en ciudadanos, lo que implica el desarrollo de subjetividades fuertemente asentadas en la vigencia de sus derechos. Ahora, están conminados a hacerse cargo de sus acciones delictivas ante los órganos judiciales por lo que éstos son llamados a participar de un tipo específico de conciencia civilizatoria.

En ese marco, con el desarrollo de singulares formas de disciplinamiento arraigadas en la ecuación vigilancia-castigo (Foucault), crecen robustas figuras cuya eficacia cotidiana se apoya en el Estado-Nación que funciona como fondo indubitable. Por ejemplo, las imágenes del comisario, el juez o el diputado representan ese interjuego figura-fondo, usualmente rodeadas de mucho respeto y solemnidad. Desde esa representación institucional la palabra del funcionario público puede transformar realidades o, en términos de la lingüística moderna, posee un gran poder ilocucionario (Austin). Para el joven (y para la ciudadanía en general), responder ante esa poderosa metainstitución de la Modernidad acarrea profundas significaciones que aseguran un alto impacto en la constitución de su conducta ciudadana.

Pero algo se ha quebrado en ese vínculo y, por tanto, en su poder ilocucionario. Aquel Estado-Nación, en el apogeo de su dominio sobre las relaciones sociales, regulaba las de producción-consumo. Sin embargo, estas relaciones se tornaron hegemónicas, emergiendo otra institucionalidad a la que conocemos como el Mercado. Éste, ahora, disputa aquel poder instituyente, desplazándolo en demasiadas ocasiones. En Occidente, tal dominio no es puramente económico sino que tiende a imponerse como paradigma social. Por lo tanto, aquel cuerpo de significaciones estatales se ha debilitado significativamente, a manos del poder configurador del Mercado. Esa endeblez afecta, obviamente, los dispositivos socio-judiciales que piensan al joven como ciudadano, sin más, mientras él se piensa a sí mismo como aspirante a consumidor.

Dicho de otro modo, ese joven judicializado ahora responde subjetivamente más ante el Mercado que ante el Estado-Nación de la Modernidad. El poder instituyente viene antes de aquel que de éste. Raquitizado, el referido fondo estatal, el respeto hacia las figuras que lo representan ha decaído notoriamente. La imagen del ciudadano ahora entra en tensión con la del consumidor, por lo que las expectativas mutuas cambian significativamente, produciéndose un desfase que debe ser atendido. Esto forma parte de lo que se discute en torno a la crisis del Programa de la Modernidad (Modernidad líquida, Segunda Modernidad, Postmodernidad, etc., según distintos pensadores). Hay allí, definitivamente, una cuestión constitutiva de la intervención socio-judicial que debe ser desarmada y rearmada pues, en términos de Jacques Derrida, “en la deconstrucción está la justicia” (2002).

Ahora bien: durante esa deconstrucción quizás convenga buscar, en la génesis del orden actual, diversos componentes claramente enancados en la relación virilidad-Mercado. Hay allí, un contrabando de supuestos que vienen como mínimo del Estado-Nación masculino y se trasladan al Mercado-masculino. Esta idea no debería homologarse, mecánicamente, con la idea del Mercado-varón, aun cuando predomine lo masculino, puesto en el lugar de un tipo de varón (blanco, heterosexual, etc.). Convendría, en cambio, entender esa idea de Mercado-masculino en términos de ejercicio del poder de unos sujetos sobre otros.

Claramente, ese Estado-Nación sigue siendo la mejor de las garantías conocidas para acotar las pretensiones del Mercado. Por lo tanto, no se trata de ajustar la intervención dando a la realidad descripta como dato pragmático y sí, en cambio, de tomarlo en cuenta para relegitimar la condición ciudadana. Civilizatoriamente, es necesario reconocer al consumo como constituyente de las relaciones sociales pero sin admitir el consumismo como ideología que las sustente. Y más aún, se requiere desnaturalizar sus trampas pseudolibertarias.