Ensayo sobre nuestro tiempo

Entre el dolor y el vacío (*)

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Albert Camus. Fotografía de 1959 del escritor francés, Premio Nobel de Literatura.

Foto: AFP / Archivo.

Por Carlos Catania

“Yo no reharé nunca a los hombres, pero hay que hacer ‘como si’, pues el camino de la lucha hace que vuelva a encontrar la carne”, Albert Camus

Cuando uno se pregunta, aterrado, qué está pasando a nivel mundial en nuestro tiempo, de nada sirve responder que en épocas anteriores el hombre consciente se interrogaba con idéntico temor. El cliché de que el ser humano jamás cambiará, convertido en un intento de evadir responsabilidades y no rendir cuentas, equivale a abandonar toda expectativa y quedar fuera del mapa. En ocasiones me sorprendo culpando a los gobiernos, al dinero, a los padecimientos de la pobreza, a las drogas, a la incipiente lucha de clases, etcétera. Luego caigo en la cuenta de que tales protestas y vaticinios carecen de originalidad y que, por ser exteriores, constituyen una batería carente de fuerza. Casi son perogrulladas.

Encauzar mis razonamientos por esas vías no lleva a ninguna parte: es el lamento que se ha oído durante tantos siglos de inercia y fracasos. Me parece necesario hilar más fino. Si la muerte es lo único que marca mis límites, debo concebir que mi exploración sólo tendrá un modesto significado si comienzo por examinarme a mí mismo. Padezco este mundo en muletas, con sus musiquitas e ininterrumpidas imágenes cotidianas, sus crímenes, corrupciones y vejámenes, sus guerras latentes y sus rastreras obsecuencias y traiciones. Consecuentemente, al apartarme de la “diversión” escapista no me convierto en cómplice responsable, inerte o activo de todo cuanto ocurre. Por algo se ha dicho que un hombre es toda la tierra.

Al situarme en el mundo con tal cuota de culpabilidad, una vergüenza especial me acompaña en cada acto, en cada palabra, en cada elección. Si la vida es una pasión inútil o si hay un cielo que aguarda a los justos, poco importa. Desguarnecido y en soledad, ciertas luces se encienden sobre el camino exiguo que me es permitido recorrer. Después de lo cual, la caricia de la inocencia y el fuego de la culpa se apagan. Y entonces, ¿qué se puede hacer?

Queda mucho por hacer: rebelarse contra la industrialización de la mediocridad y la mentira, de los espejismos, del miedo y sumisión, teniendo en cuenta que todos somos mediocres, miedosos y mentirosos en algunos trámites de la existencia. Al igual que el hombre absurdo de Camus, la rebelión sería la seguridad de un destino aplastante, menos la resignación que debería acompañarla.

Pero tranquilo, no apresurarse. Dentro del estado de salud de mi siglo, me siento enfermo, un “apestado” cualquiera, con la mente habitando en sitios inhóspitos y con muy pocos amigos. No me quejo, sólo apunto. De vez en cuando encuentro un semejante tan expuesto a las críticas como yo, tan vulnerable. De modo que podría creerse que mi actitud (en realidad reniego de toda “actitud”) es generada por un despego fatuo, impulsado a su vez por el complejo de grandeza que suelen sustentar los soberbios “incomprendidos”. Pero aquí no hay orgullo que valga; soy un sujeto que fluctúa entre el dolor y la indiferencia. Dolor por mi visión de la especie humana a la que pertenezco; indiferencia hacia el vacío que me aguarda. De tales contradicciones se alimenta mi espíritu (en realidad “espíritu” es sólo una metáfora). Parafraseando a Montaigne, diré que yo mismo soy el tema de mi libro.

La sensatez declara que con amor es posible crear cosas buenas. Mejor sería considerar ajenos al problema “lo bueno” y “lo malo” (sus representaciones suelen estar, conforme a las ideologías, en terrenos baldíos). Comenzaré, desde el vamos, teniendo presente un “es así”, pues observo que tanta prédica del amor en ocasiones ha fructificado en sectarismos. Y del mal, mejor andar con pies de plomo; una cosa es lo que piensa de él Hitler y otra lo que de él predica Jesús. El amor a la humanidad es tan poca cosa, tan retórica y, si se quiere, poética, que cuando oigo hablar de “hermanos” en tono político, retengo el aliento. Como quiera que sea, no puedo evitar un odio generado en la raíz de mis obsesiones. Sin embargo, a menudo, como sucede mientras escribo, percibo corpúsculos desprendidos de cierta masa cultural informe: corpúsculos, digamos, cristales. Entonces aquel odio se concentra y la nostalgia de un mundo perdido ocupa su lugar. Pero si la nostalgia paraliza, lo mejor es combatirla.

No añoro el pasado ni la cándida niñez que lo atraviesa, sino lo que se pudo haber hecho con ella y no se hizo. Porque un niño es una tierna promesa que con el tiempo suele convertirse en célula de una realidad vigente sometida a los vientos candentes de lo que llamamos “civilización”, “especie” o “error en que todos coinciden”. Hay tantos asesinatos visibles en nuestra época, que nos olvidamos de los asesinatos invisibles, secretos, que diariamente cometemos. No hay leyes para éstos; no puede haberlas. Somos, en este aspecto, reyes de la impunidad y asumimos la condición humana en tales condiciones. El que te dije se escandaliza con tales preposiciones y procurará por todos los medios fortificar su cueva. Está en su derecho, pero a costa de convertirse en un enemigo más del esfuerzo por aclarar en qué consisten las Prisiones del Hombre.

Confieso que en ocasiones añoro lo inexistente, lo que nunca existió, que sería una grave neurosis al vacío. El objeto de este ensayo, en definitiva, es indagar en causas y efectos de una orfandad, intento del que suele desprenderse un tufillo moral. ¿Cómo disiparlo sin caer en frivolidades? Profanado por la incansable estupidez cotidiana, la sección podrida del planeta en que vivimos en esta Nueva Era, con todas las consecuencias nefastas que presentimos deberá, una vez más, en el transcurso de los siglos, ser masticada hasta su médula.

(*) “Prólogo de Principios Nocturnos”, de Carlos Catania.

Aquí no hay orgullo que valga; soy un sujeto que fluctúa entre el dolor y la indiferencia. Dolor por mi visión de la especie humana a la que pertenezco; indiferencia hacia el vacío que me aguarda.