La política en foco

Ponele la firma

Lifschitz fue uno de los gobernadores más difíciles de convencer para sumarse al pacto fiscal. De una inusitada pretensión del gobierno nacional, a un triunfo declamado pero con final abierto.

Emerio Agretti

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El escenario para la firma del Pacto Fiscal entre los gobernadores estaba preparado con antelación por la Casa Rosada, y los tiempos cronometrados. La conferencia de prensa del presidente Mauricio Macri estaba dispuesta de antemano, con horarios prefijados y las directivas coreográficas para el ingreso de cámaras y cronistas.

Sin embargo, las horas de la mañana del jueves fueron febriles y, aunque se trataba de una crónica con final anunciado, el tránsito hacia él no estaba tan claro. A Rogelio Frigerio le volvió a tocar oficiar a la vez de piloto de tormentas y de amigable componedor, alentado por algunos mandatarios provinciales casi más ansiosos que el gobierno central por estampar la firma, pero jaqueado por otros que todavía tenían dudas. El día anterior había logrado calmar las olas generadas por los díscolos en el CFI, y en esa misma jornada era el responsable de lograr que todos se avinieran a los términos -eso sí, negociables hasta último minuto- para lograr el acuerdo.

Entre los remisos estaba Miguel Lifschitz, empujado por el imperativo político de confluir en una salida razonable a la madeja tributaria que aqueja la economía del país, y a la vez sorprendido por el inesperado embate nacional para que la provincia resigne el cobro de la deuda de coparticipación. El criterio general establecido como cláusula por el Ejecutivo nacional era el “desistimiento” de las demandas cruzadas de y entre provincias, con la amenaza de que un fallo a favor de la provincia de Buenos Aires sobre el fondo del conurbano pondría en jaque todo el esquema de distribución de recursos. En rigor, no está tan claro que el distrito gobernado por María Eugenia Vidal tuviese en ese ítem una carta necesariamente ganadora -el tema se estaba discutiendo en la Corte Suprema, y la pretendida y millonaria “deuda histórica” era en realidad un concepto a determinar-, pero bastó para sustentar ese inciso. Lo que Santa Fe no esperaba era que se pretendiese aplicarlo a su propia acreencia (en este caso por retenciones indebidas de coparticipación durante el kirchnerismo), que ya cuenta con fallo favorable de la Corte. Por eso, mientras al mediodía del jueves el grueso de los gobernadores buscaba su silla en el Salón Eva Perón de la Casa Rosada, para sacarse la foto de la firma del acuerdo con Macri, la de Lifschitz permanecía vacía. El santafesino permanecía en el despacho de Frigerio, negociando contrarreloj el compromiso que destrabaría la negociación y lo convencería de estampar también su rúbrica.

El gobierno provincial exhibió como un triunfo haberle “arrancado” a la Nación una fecha para acordar el pago de la deuda: antes del 31 de marzo. Más de lo que tenía hasta ahora, y en las antípodas de la resignación de derechos que se intentó imponerle. Pero, fuera de esa convulsa circunstancia -que Lifschitz logró sortear-, y un alivio en el plano previsional, no es mucho lo que Santa Fe se trajo del acuerdo. El fallo ya estaba, y sigue sin determinarse el monto que reconocerá la Nación, y las condiciones y medios de pago. En tanto, los costos del compromiso firmado recién podrán establecerse cuando se conozca en detalle la “letra chica”, volcada en los proyectos que deberán trajinar el ámbito parlamentario.

En definitiva, Santa Fe se apuntó una victoria política al no ceder, y logró una salida elegante para sumarse a un esquema que parecía ineludible. Pero, a priori y en la caja, no tiene mucho más de lo que ya tenía la semana pasada. En todo caso, el final de esta columna tendrá que escribirse el 31 de marzo.