Literatura

Letra, música y cuerpo (I)

Por María del Pilar Barenghi

Quien haya emprendido el viaje (eso, y no otra cosa es la literatura) a través de las hojas de Rayuela (1963), al llegar al capítulo 68 se habrá encontrado con un espacio que, de no haber sido previamente advertido, lo sumirá en serios desconciertos. De esta forma y, sufriendo el cross a la mandíbula kafkiano, habrá descubierto el glíglico.

El glíglico es el idioma, o al menos el vocabulario, que diseña Cortázar para este capítulo de Rayuela. En él, el autor describe, pormenorizado, el encuentro erótico de una pareja. En una primera mirada, sumido el lector en la sorpresa, podría llegar a percibirlo como un absoluto sinsentido, pero al detenerse en él, descubrirá sus secretos. Y lo disfrutará.

El glíglico -y lo que con él se cuenta- remite a un juego de intensa sonoridad, en el que la impronta musical se impone a lo escrito. Este modo de expresión, si bien aporta novedad, ostenta la misma sintaxis y morfología del castellano y se vale de palabras de escritura normal que van intercaladas en el texto. Pero es la melodía del glíglico lo que prevalece en la lectura y que, además, interpela a lo semántico. Su cadencia anticipa el significado, y la acentuación da marco a los pormenores del juego amorosamente brutal de los protagonistas. De ahí la posibilidad de trasladarse en el capítulo 68 de Rayuela con una relativa soltura.

Vemos en el glíglico, además, la inmediata identificación de sus fonemas con una actividad o referencia a lo corporal. Cada una de las palabras, sean verbos, sustantivos o adjetivos, remite a una definida actividad o movimiento, en la que el cuerpo se involucra. Tal vez sea por ello que se entienda como natural la necesidad de hacer la experiencia oral del texto. Es decir, valerse de la garganta, de las cuerdas vocales, del aire de los pulmones para dar cuenta de la narración y, de esa forma, perfeccionarla, si cabe.

Dice Borges que “cuando se leen versos que son realmente admirables, realmente buenos, tendemos a hacerlo en voz alta... el verso exige la pronunciación... el verso siempre recuerda que fue un arte oral... recuerda que fue canto”. No resulta ésta una afirmación menor. Y si no alcanzara con ella, acudimos a Homero quien, desde la Odisea, asevera “... los dioses tejen desventuras para los hombres, para que las generaciones venideras tengan algo que cantar...”.

No caben dudas de que en el capítulo 68 de Rayuela, Cortázar canta. Y lo hace de maravillas.