Tribuna de opinión

La masculinización del delito

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El desarrollo de conductas que confrontan con la voz penal del Estado constituye una forma de comportamiento predominantemente varonil. Ilustración: Lucas Cejas

Por Osvaldo Agustín Marcón

“Dime, espejo mágico: ¿soy yo el más fuerte, inteligente y viril de los hombres?” (...) “No. Tu vecino es más guapo, tu primo folla más, tu cuñado tiene más dinero, tu jefe la tiene más larga, pero eres un hombre y por tanto eres más que cualquier mujer”. La cita puede leerse en “Sobre la alienación del varón”, conocido texto ganador del premio de ensayo “El Viejo Topo” (Barcelona, 1978), escrito por el sociólogo valenciano Josep-Vincent Marques. El autor también señala que “para la mayoría de los hombres no burgueses el espejo mágico es mal negocio. Es la reconciliación ilusoria con uno mismo, lo que Marx llamaba alienación... somos opresores por cuenta ajena, con escasa paga y participación sólo en los beneficios espirituales de la empresa”.

Tengamos presente, una vez más, que el varón suele asumir la posición masculina como si le fuera intrínseca pero -en realidad- se trata de un modo de estar en el mundo que lo excede. Esto es así pues tal emplazamiento se constituye desde aquellas zonas del pensamiento social en las que se definen los modos dominantes de ejercicio del poder. Consecuentemente esos modos pueden ser asumidos por diversos géneros y no sólo por los hombres. Ejemplos abundan.

Ahora bien: el desarrollo de conductas que confrontan con la voz penal del Estado constituye una forma de comportamiento predominantemente varonil. Pero sucede que tales modos de conducción configuran un “mal negocio”, tomando la línea de pensamiento propuesta por el valenciano. Este resultado negativo afecta mayoritariamente a jóvenes de los sectores populares, según indican distintos estudios, pero también según las referencias empíricas cotidianas. Estas conductas, inclusive, resultan paradójicas pues llevan a la justificación de la omnipresencia estatal punitiva y al enmascaramiento de diversas ausencias en el plano de las políticas sociales.

Es central, para que esto suceda, el hecho de que los varones en contextos de exclusión social configuran su virilidad en función del referido choque, elemento identitario en el que subyace una de las claves analíticas para la intervención social. Ser hombre en dichos escenarios supone, entre otras cosas, dar por natural el desequilibrio de las fuerzas que chocan (Estado politizado/militarizado versus jóvenes varones pobres). Esto incluye como condición necesaria el hecho de ir a la confrontación, colocando cualquier tentativa de queja en el lugar de la des-virilización. Es “cosa de hombres”, parafraseando a la célebre banda de rock argentina Memphis La Blusera, por lo que no se admiten lágrimas.

En esta construcción, aunque resulte paradójico, la femenina dama de los ojos vendados funciona en modo masculino pues expresa la voz del varonil Estado-Nación. Ella, pensándose a sí misma en tan viril modo, no duda en protagonizar el choque aún dada la referida iniquidad de portes. Con esa participación, y funcionando en masculino, resiste la fecundación propuesta por la denominada Ética del Cuidado (Carol Gilligan), con lo que permanece tozuda en la vieja Ética de la Justicia (Lawrence Kohlberg). La Ética del Cuidado propone virilizar la intervención pero inyectando grandes dosis de genuina seguridad que revitalicen al Estado, para que deje de reaccionar en función del miedo. Colocar como principio rector el cuidado dirigido a los ciudadanos no implica negar la justicia ni la virilidad. Por el contrario, exige subsumir estas dos últimas en el primero, instalando otras matrices de pensamiento y acción. Ello incluye la reconfiguración del sí-mismo estatal para, así, desplazar el delito como manifestación masculina del poder.

A tal fin se requiere avanzar hacia estados de discusión permanente, noción que nos lleva hacia la democracia epistémica postulada por Carlos Nino, alejándonos de las afirmaciones tajantes e indubitables, por lo tanto siempre erradas en algún grado, tan propias de la referida posición masculina. Estas aparentes seguridades que, queda dicho, encubren profundas inseguridades cumplen funciones identitarias de virilización para el discurso penal pero también para los propios jóvenes que lo desafían.

No se trata de un asunto de poca monta. El hecho de que ese joven varón se piense más fuerte de lo que es, y que ese Estado se crea robusto porque participa de esta desigual colisión, se encuentra en la base del problema pues lo define como “cosa de hombres”. Esa hombría es claramente ficticia, a un lado y al otro del choque.