Tribuna de opinión

La cruz de Cristo

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El Cristo de San Juan, de Salvador Dalí.

Foto: Archivo El Litoral

Prof. María Teresa Rearte (*)

“Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1a. Cor. 1, 22-24). Esta predicación ardorosa del apóstol Pablo es apropiada para redescubrir en el curso del III Milenio Cristiano el sentido de la Cruz de Cristo, que no proviene de una tendencia masoquista ni alienante. Sino que muestra la identidad del Salvador y la fidelidad a su misión. Que revela el sentido de lo definitivo entre Dios y el hombre.

La fe afronta un gran desafío. El de hacer frente a la incredulidad y la indiferencia que se podrían traducir más o menos en estos términos: es probable que Dios no exista. ¿Para qué preocuparse? Mejor es disfrutar de la vida. Lo contundente de esta probabilidad no reside tanto en la premisa de que Dios no existe. Sino en la condición humana que se deriva de ella: el poder disfrutar ampliamente de la vida. Equivale a pensar que la fe en Dios es enemiga de eso que entendemos cuando hablamos de realización del hombre. Y de su felicidad.

¿Por qué el Evangelio dice que “era necesario que el Cristo padeciera y entrara así en su gloria?” (Lc. 24, 26). Sufrimiento y cruz se asocian por lo general a la idea de sacrificio y expiación. A que es necesario expiar el pecado y aplacar la ira de Dios. Lo que lleva a rechazar todo sacrificio ofrecido a Dios. Y aun la idea misma de Dios.

Pero la expiación de Cristo no actuó para aplacar a Dios. Sino sobre el pecado y para eliminarlo. No se trata de que el hombre tenga que aplacar a Dios. Sino de que desista de su enemistad con Él y con el prójimo. De donde que el camino de la salvación nos invita a la reconciliación. Por lo que habría que profundizar la reflexión para advertir que no hay que banalizar el pecado, que es causa del rechazo de Dios y de tanta desdicha humana. Mentira y corrupción, injusticia, vanidad y aún crímenes, corroen la vida social y afligen a la humanidad entera. Pero la virtud de la justicia para ser cristiana debe interiorizarse. Para ser justo en la ciudad terrena, antes hay que serlo en lo íntimo de sí, a fin de serlo ante Dios. Es lo que proclamó Jesús en el discurso del monte: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mt. 5, 6).

Abundan los análisis de la crisis económica en el mundo. Y ni hablar en nuestro país, donde todo se soluciona con reformas que “ajustan” a los sectores más vulnerables de la sociedad. La avaricia insaciable conduce a la idolatría. Y se manifiesta en la descontrolada codicia de dinero como “raíz de todos los males”. (1a. Tim. 6, 16). ¿Por qué la solución de los problemas que nos afligen se busca acrecentando la pobreza, y aún por la vía del despojo a las personas, como ha sido por ejemplo la mal llamada reforma previsional, con la que algún sector que colaboró ahora habla de error del gobierno nacional? Y bueno sería que unos y otros se preocupen por reparar el daño causado. Se ha dicho que vivimos en una sociedad líquida. Es decir, sin valores perdurables ni puntos firmes de referencia que nos orienten. Y a los cuales aferrarnos. Pensemos que, desde lo más alto del poder político se dice estar a favor de la vida humana. Y simultáneamente se abre en el Congreso el debate concerniente a su destrucción, con la perspectiva de que puede adquirir status legal. Y el anticipo de que, de ser aprobada, el presidente de la Nación, a cuya máxima autoridad me estoy refiriendo, quien nunca en su campaña electoral se refirió al tema -tengo entendido que se declara católico-, afirma no sé si en tono democrático o qué, que no recurrirá al veto. Así las cosas, a la muerte de Dios anunciada por un conocido filósofo le ha seguido la muerte del hombre.

Salvador Dalí (1904-1989), pintor del siglo pasado, pintó lo que parece una profecía referida a esta situación: una Cruz enorme, con un Cristo también de gran dimensión, el que es visto desde arriba y con la cabeza inclinada hacia abajo. Pero contrariamente a lo que estamos acostumbrados a ver, debajo de la Cruz y del Cristo no hay tierra firme. Sino agua. El Cristo está suspendido entre el cielo y el elemento líquido. También se puede ver como una nube en el trasfondo. Lo cual ha servido para la reflexión y la predicación cristiana, que intuye que para esta sociedad antes descripta hay una esperanza. La que surge de la Cruz de Cristo que centraliza la liturgia del Viernes Santo. Y los cristianos adoramos. La que entrevió Edith Stein rumbo al campo de exterminio de Auschwitz, con aquellas recordadas palabras: “Ave crux, spes unica”. “Salve Cruz, única esperanza”. Y que tantos otros seres humanos experimentan.

No faltan a diario noticias de muertes violentas en el mundo. Y entre esos muertos también la muerte de cristianos. ¿Qué cambia con la muerte de Cristo en la Cruz? El evangelio de Juan dice que en el curso de su ministerio Jesús anunció: “Destruid este Santuario, y en tres días lo levantaré. (...) Él hablaba del Santuario de su Cuerpo” (Jn 2, 19-21).

Pascua de resurrección

Los argentinos hemos descubierto la importancia de la sociedad. Pero parece que, no obstante los publicitados equipos, desde la política no se encuentran las técnicas para organizarla en la paz. Y sin marginar a otros seres humanos. Ni llevar la muerte al corazón de la persona, en nombre de algunas líneas ideológicas. O extrañas decisiones políticas, quizás alentadas por cierto filósofo asesor del gobierno que no es necesario nombrar porque nos es muy conocido. Parecería que no nos quedará sino llorar nuestra impotencia sobre la Jerusalén sola, así como Cristo lloró en medio de las tinieblas que envolvían la ciudad. Para integrarse y ser comunidad es necesario conocerse. No se llegará a ser comunidad sin sufrir intensamente el individualismo que prevalece en el presente. La Semana Santa nos ofrece la posibilidad de pensarlo y decidir un cambio.

Por su parte, la voz exultante de la liturgia pone en boca de María Magdalena, la primera en encontrar a Jesús resucitado en la mañana de Pascua, estas palabras: “He visto al Señor” (Jn. 20, 18). También cada uno de nosotros que hemos experimentado el desierto cuaresmal y acompañado a Cristo en su Pasión y Muerte, nos alegramos con su Resurrección. Que sean vida y esperanza para los hombres y el mundo. Para nuestra Patria. ¡Feliz Pascua!

(*) Profesora universitaria y del nivel superior. Escritora.

No se trata de que el hombre tenga que aplacar a Dios. Sino de que desista de su enemistad con Él y con el prójimo. De donde que el camino de la salvación nos invita a la reconciliación.